26.4.11

TESTIMONIO DE JOAQUIN NAVARRO - VALLS SOBRE EL PAPA JUAN PABLO II

 
JUAN PABLO II
TESTIMONIOS DE JOAQUÍN NAVARRO-VALLS, PORTAVOZ DEL PAPA
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Joaquín Navarro-Valls, médico y periodista, es la persona que el mundo entero ha visto junto a Juan Pablo II a lo largo de sus 22 años como portavoz del Papa que ahora llega a los altares. Navarro-Valls y el cardenal de Cracovia, Stanislaw Dziwisz —secretario de Karol Wojtyla durante 40 años— son los dos testigos privilegiados de la extraordinaria dimensión humana y espiritual de Juan Pablo “el Grande”.
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ABC (Entrevista de Juan Vicente Boo)
“Juan Pablo II era optimista, no obstante todo, porque sabía que al final de la historia humana está Dios, y no el vacío de la nada”
Nacido en Cartagena, doctor en Medicina por la Universidad de Barcelona y licenciado en Periodismo por la de Navarra, Joaquín Navarro-Valls era corresponsal de ABC en Roma en 1984 cuando el Papa se fijó en él y le llamó para pedirle algunas sugerencias: «Pensé que iba a ser sólo una hora… ¡y fueron 22 años en el Vaticano!».
 Psiquiatra, periodista, portavoz de dos Papas, ensayista y escritor, Navarro-Valls es doctor Honoris Causa por numerosas universidades de Europa y América. Políglota, atlético, bronceado, sonriente y cordial, la “voz” de Karol Wojtyla preside ahora el Consejo Asesor de la Universidad Campus Bio-Médico de Roma.
Doctor Navarro-Valls, la presencia de Juan Pablo II ha permanecido viva incluso después de su fallecimiento. ¿Cómo la nota usted?
Es evidente su presencia, y no sólo en la riqueza de su magisterio y de sus escritos. Sigue siendo muy amado por millones de personas. Casi se diría que continúa su misión recibiendo cada día en las Grutas Vaticanas decenas de miles de visitantes.
Pero ¿no echa en falta su presencia física?
Pocos días después de su fallecimiento me preguntaron en una rueda de prensa si lo echaba de menos. Ya entonces dije: «No, no le echo de menos, sencillamente porque antes, según el trabajo que había, estaba con él dos o tres horas al día. Ahora, en cambio, puedo estar en contacto con él 24 horas al día. Le pido consejo, le pido que me ayude…».
Veintidós años trabajando con Juan Pablo II es un período muy largo. ¿Qué le han dado esos años? ¿Qué le han dejado como herencia?
Juan Pablo II era el mejor testigo de lo que él mismo decía. Por eso su ejemplo es su mejor herencia. Pero si debiera reducir a una idea toda su riqueza, diría que se aprendía con él a tratar a la persona humana por lo que cada uno es y no por lo que cada uno tiene como simpatía, belleza, recursos etc.
¿Cuál es su recuerdo más intenso?
Quizá el último, la despedida ya sin palabras, cuando su final era muy próximo. Como todos los días, yo estaba en la habitación, entre otras cosas porque había que seguir informando sobre su estado. Fue una despedida silenciosa. Nos miramos a los ojos y quedó todo dicho: no se sentía la falta de las palabras. Cuando murió, sucedió en esa habitación algo muy revelador. Al fallecer el Papa no se inició una oración por su alma sino un Te Deum de acción de gracias por su vida, una vida muy rica que terminaba su fase terrena en ese momento.
¿Cómo era Karol Wojtyla en privado?
En privado era como se le veía en público. Pero diría que era aún mejor: un hombre enamorado y un cristiano cuya peculiaridad personal era su intensa relación directa con Dios
Juan Pablo II decía que sólo se le podía entender “desde dentro”. ¿Cuál era el rasgo principal de su personalidad?
La que puede tener una criatura que es consciente de quién proviene y con quién permanece unido continuamente. Por eso su persona y su espiritualidad eran magnéticas, atractivas. Poseía muchas virtudes, que mejoraban cada día porque nunca dejó de luchar por vivir lo que esas virtudes exigían. Pero esa gama extraordinaria de virtudes no entraban en colisión unas con otras: había entre ellas una integración magnífica. Por ejemplo, no sabía perder un minuto pero, al mismo tiempo, nunca tenía prisa; nunca le vi tenso o ansioso. Yo recuerdo de modo especial su buen humor, su sonrisa. Incluso en ocasiones en las que todo parecía requerir las lágrimas.
En sus 104 viajes internacionales, Karol Wojtyla enseñó al mundo a rezar en público. ¿Era también intenso cuando rezaba en privado? ¿Es cierto que rezaba postrado en el suelo?
Una vez, cuando se creía solo en su capilla privada, le vi cantar frente al sagrario. No eran canciones litúrgicas sino baladas populares en polaco. En algunas ocasiones se le veía efectivamente rezar postrado en el suelo.
¿Era un místico?
Tenía una intensa presencia de Dios, pero alimentaba su oración con las necesidades de los demás. Le llegaban mensajes de todo el mundo, y los tenía en el reclinatorio de su capilla. Le he visto pasarse horas de rodillas con estos mensajes, uno a uno, en la mano, sobre todo tipo de sufrimientos y necesidades. Pero sabía también dar gracias por tantas cosas buenas. Creo que en la oración no se ocupaba de las cosas ”suyas” sino de las de los demás. Y confiaba mucho en la misericordia de Dios. Por eso su beatificación va a tener lugar en el Domingo de la Divina Misericordia, una fiesta que él instituyó y en cuya víspera falleció.
¿Se puede decir que fuese también un estoico? ¿Cómo era su mortificación?
No era un moralista rígido ni un estoico. Sus mortificaciones eran muy frecuentes, pero sobre todo, ordinarias. Pequeños sacrificios como rechazar sin darle mayor importancia la cama que le ofrecen en un vuelo intercontinental, retrasar beber agua en países de calor sofocante y cosas así. En algunos períodos del año hacia una sola comida al día. Y la víspera de una ordenación episcopal o sacerdotal ayunaba siempre.
¿Cuál era su secreto de comunicador?
Su eficacia comunicativa se basaba más en lo que decía, que no en cómo lo decía. Diría que la verdad de lo que decía se veía también en el modo expresivo como lo decía.
¿Pero cómo conseguía capturar siempre las cámaras?
En 1987, durante un viaje a Estados Unidos, un periodista del New York Times dijo «el Papa domina la televisión simplemente ignorándola». No preparaba la escenografía, no aceptaba maquillaje, no prestaba atención a las cámaras ni a las luces, sino sólo a la gente. La gente que, para él, era siempre una persona concreta junto a otras personas singulares.
¿Le daba a usted indicaciones concretas sobre lo que tenía que decir como portavoz?
Confiaba en la profesionalidad de las personas que tenía a su alrededor. Por ejemplo, en 1991, me comunicó con detalle que le habían diagnosticado un tumor en el colon que, entonces, se presumía maligno. Su propósito era anunciar días después en el Ángelus, con pocas palabras, que iba a ser internado y que rezaran por él. Y añadió: «Luego, usted, que conoce los detalles, diga lo que le parezca oportuno». Tenía mucha confianza en el criterio de cada uno de nosotros. En 22 años no recuerdo que, después de haber tratado a fondo algún tema, me dijera ni una sola vez: «pero esta información es sólo para usted, no la comunique».
Juan Pablo II es una de las personas que más ha hablado en público en toda la historia. ¿Sabía también escuchar?
Escuchaba mucho y atentamente, a veces durante largas horas, tanto a los visitantes como a quienes frecuentemente invitaba a su mesa. Más que dar indicaciones, lo que solía hacer era pedir consejos o sugerencias. Luego, naturalmente, sabía decidir.
Los santos suelen tener buen humor. ¿Lo tenía Juan Pablo II?
Entre tantas cualidades humanas tenía también un extraordinario buen humor que iba más allá de un simple rasgo de carácter. Era también el resultado de una convicción, de un interpretar todo con el parámetro de la fe. Era optimista, no obstante todo, porque sabía que al final de la historia humana está Dios, y no el vacío de la nada.
Usted le acompañó en muchas escapadas “secretas” a las montañas cerca de Roma. ¿Cómo era Juan Pablo II en un día de excursión?
Es una pena que no hubiésemos hecho algunas más, pues el peso del trabajo y de la responsabilidad en aquel mundo tenso de los años ochenta era tremendo. Solíamos salir por la tarde en un coche anónimo, atravesábamos el tráfico endiablado de Roma y tomábamos una autopista hasta una casita pequeña en las montañas. Dormíamos allí, y a la mañana siguiente el Papa esquiaba unas horas o caminaba. Y nadie le reconocía porque nadie podía imaginarse al Papa esperando el telesilla. Eran pocas horas, pero era una delicia.
Usted le acompañó en viajes a 160 países. ¿Cómo preparaba esos viajes?
Dedicaba más tiempo a prepararlos que a hacerlos. Se enteraba en profundidad sobre la situación de cada país, su geografía, su historia, sus etnias, sus idiomas, etc. Dedicaba meses o semanas a estudiar el idioma de un país, incluso los más difíciles. Recuerdo que en Japón pronunció todos sus discursos y homilías en japonés… Una vez me explicó de modo sencillo por qué viajaba tanto: «Antes la gente iba a las parroquias. Ahora es el párroco el que tiene que ir a visitar a la gente».
¿Cuál fue el viaje más importante?
Hubo muchos muy importantes, como los de Polonia, por ejemplo. Pero a mí me impresiona el que hizo a Azerbaiján, una ex república soviética en el Cáucaso, cuando ya no podía caminar, tenía más de 80 años y muchas dificultades para hablar. El número de católicos en ese país era inferior a 200, pero quiso ir porque consideraba que ese puñado de católicos tenía también derecho a estar con el Papa
¿Y el viaje más peligroso?
Probablemente la visita a Sarajevo, que sufrió retrasos y fue muy difícil de preparar por motivos de seguridad. Poco antes de aterrizar nos informaron que Juan Pablo II no podría ir en papamóvil sino en helicóptero desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad, pues las fuerzas de Naciones Unidas acababan de descubrir en un puente una cantidad alta de explosivos. Se lo dije al Papa, pero él preguntó: «¿Hay gente esperando en el recorrido?». Le dije que sí, y entonces respondió: «Pues se hace como estaba planeado».
Usted negoció personalmente con Fidel Castro el histórico viaje de Juan Pablo II a Cuba en 1998. ¿Fue una oportunidad perdida para Castro?
Yo tuve que ir antes para clarificar con Castro varios aspectos que no estaban claros. Fue un encuentro muy largo, desde las ocho de la noche hasta las dos de la madrugada. Durante el viaje, Castro mostró gran cortesía y agradeció los discursos del Papa, incluso en los temas en que no estaba de acuerdo. Aquella visita fue el inicio de un reconocimiento más pleno de la Iglesia y de los católicos en Cuba.
Usted viajó a Moscú en 1988 para entregar a Mijail Gorbachov una larga carta personal del Papa. ¿Cómo fue la posterior visita de Gorbachov al Vaticano y su juicio sobre el papel de Juan Pablo II en la caída del Muro de Berlín?
La visita de Gorbachov fue un encuentro extraordinario: la primera vez que un Secretario General del Partido Comunista Soviético visitaba a un Papa, y el modo en que se entendieron. Aquel mismo día el Papa me dijo: «Es un hombre de principios». Aunque Gorbachov ha reconocido en público el mérito del Papa, el gran protagonista de la caída del muro de Berlín fue él, ya que mantuvo la promesa de no intervenir militarmente en los países del Pacto de Varsovia y evitó también una reacción militar de Berlín.
¿Se puede decir que fue el Papa de la dignidad de la persona, el Papa de los derechos humanos?
Todo su pontificado ha sido una defensa de la dignidad trascendente de la persona humana. Y lo reconocen incluso personajes muy alejados de la fe católica. Las únicas veces que le vi ”indignado” lo estaba ante las situaciones de violencia como en el Líbano o en los Balcanes. Sufría viendo que no lograba impedir la invasión de Irak, a la que se oponía con todas sus fuerzas.
Desde la primera misa como Papa en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II siempre tuvo un rato para saludar a los enfermos. ¿Qué significaban para él?
El tema es muy profundo: hizo del sufrimiento humano y la enfermedad los grandes cómplices de su Pontificado. Por eso tenía un gran amor a los débiles y los enfermos. Les sonreía, les acariciaba, les saludada siempre uno a uno. No tenía miedo del sufrimiento físico, que a veces es inevitable, ni de los sufrimientos morales grandes o pequeños: el hijo que te da un disgusto, el amigo que te traiciona… Tampoco tenía miedo al dolor o a la vejez, como se vio a raíz del atentado de 1981 y en los últimos años de su vida, cada vez más afectado por el Parkinson.
Era también el Papa de la “teología del cuerpo”…
Fue una de sus grandes contribuciones, junto con muchas otras. Amaba el cuerpo humano porque es a través del cuerpo como el ser humano se inserta en la historia. Y ese cuerpo, el propio y el de los demás, merece respeto pues no es sólo un conjunto de tejidos sino la condición histórica de la persona. No tenía miedo al cuerpo sino al contrario. Tocaba a los enfermos, acariciaba y bendecía a las mujeres embarazadas. Besaba, abrazaba, hacia deporte, aplaudía, cantaba... Yo creo que su libro sobre la teología del cuerpo —“Hombre y mujer los creó”— es ya un clásico no sólo del pensamiento cristiano sino de la antropología filosófica.
¿Hablaban alguna vez en español?
Hablábamos en italiano, que él había declarado “nuestro idioma” la primera vez que se asomó al balcón de la basílica de San Pedro. Pero de vez en cuando iniciaba conversaciones conmigo en castellano. Y siempre era que me iba a gastar una broma. Como ya dije, tenía el don del buen humor.
¿Cómo veía Juan Pablo II a España?
El hecho de que visitara España cinco veces es ya elocuente. Conocía muy bien su historia y su literatura: recuerdo todavía estupendas conversaciones con él hablando de autores clásicos y modernos españoles. También era consciente de algunas ambivalencias en su historia.
Ahora que sube a los altares, ¿Escribirá usted su libro de recuerdos personales de un santo?
Toca usted un tema que me pesa y que siento como un imperativo moral. Tengo unas 600 páginas de notas tomadas a lo largo de aquellos años… Mucho se ha ya escrito sobre él, pero su persona, su rico perfil humano está todavía, al menos en parte, por descubrir.
En abril del 2005, los fieles gritaban “Santo súbito!”, “¡Santo, ya!”. La beatificación es el primer paso. Y después… ¿santo cuándo?
Cuando Dios quiera. Pero entre tanto hay algo que podemos hacer: aprender de él a vivir.
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Hacer simpática la virtud
EFE

En una entrevista que publica hoy el diario italiano La Stampa, Joaquín Navarro-Valls, quien durante 22 años dirigió el gabinete de prensa del Vaticano, agradece a Juan Pablo II su propia beatificación, por una «riqueza de su vida que hoy se manifiesta solemnemente».
El ex portavoz de la Santa Sede, el español Joaquín Navarro-Valls, destaca la capacidad de hacer “simpática” la virtud del papa Juan Pablo II, quien será beatificado el próximo 1 de mayo en el Vaticano, seis años y un mes después de su muerte.
 En una entrevista que publica hoy el diario italiano La Stampa, Navarro-Valls, quien durante 22 años dirigió el gabinete de prensa del Vaticano, agradece a Juan Pablo II (1920-2005) su propia beatificación, por una «riqueza de su vida que hoy se manifiesta solemnemente».
 «Para él, estar con Dios no era un ‘deber’ ni algo episódico, sino su primera necesidad existencial, lo más natural del mundo. Esto, naturalmente, se reflejaba después cuando hablaba con la gente: diría que sabía hacer simpática la virtud. No la hacía parecer imposible o demasiado difícil», comenta el ex portavoz vaticano.
 «Nos decía a todos que éramos muy superiores a todas las hipótesis sobre nosotros mismos que nos ofrecía día a día nuestra cultura. Y esto nos abría a todos nuevas perspectivas por el ser habitual. Nos hacía mejores o, al menos, querer ser mejores, o cuando menos, desear tener deseos de ser mejores», agrega.
 Navarro-Valls (Cartagena, 1936), quien afirma que el secreto del difunto Pontífice era el de la verdad, asegura que la “pasta de santo” de Juan Pablo II ya se veía en vida.
 «Los santos o lo son mientras viven o no lo serán nunca. Y no basta con estar hecho de esa pasta, hace falta saber convertir esa pasta —es decir, las aptitudes personales— en realidades estupendas», afirma el español.
 «Para mí la verdadera obra maestra (de Juan Pablo II) fue lo que, con la gracia de Dios, supo hacer en su vida personal: mantener siempre —a pesar de todo: años, enfermedades, preocupaciones— esa frescura interior para decir siempre ‘sí’ a lo que se le pedía. Y así fue hasta el último momento».
 Navarro-Valls afirma que el momento más emocionante que vivió junto al anterior Papa fue su último viaje a Polonia, su país natal, donde vio «muy emocionado» a un Juan Pablo II que, según él, «no era fácil de conmover».
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Así vi yo a Juan Pablo II
Joaquín Navarro-Valls

Los doctores Valentín Fuster y Joaquín Navarro-Valls fueron investidos, el pasado jueves, día 6, Doctor Honoris Causa por la Universidad Internacional de Cataluña (UIC), en un solemne acto que se celebró en el Aula Magna de la Universidad.
Joaquín Navarro-Valls, psiquiatra y periodista, fue Director de la Oficina de Información de la Santa Sede (1984-2006), desde la cual se distinguió por su papel primordial por hacer llegar a todo el mundo los mensajes del Papa Juan Pablo II, especialmente a lo largo de toda su trayectoria viajera y en las situaciones más críticas o conflictivas.
Precisamente, en su “lectio, que transcribimos a continuación, habló de su relación con Juan Pablo II: “Karol Wojtyla era en el ámbito privado exactamente como se veía en público: un hombre de extraordinario buen humor, enamorado, un cristiano que miraba siempre más allá de sí mismo”.
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Excelentísimo y Magnífico Señor Rector
Señores Profesores
Alumnos
Señoras y Señores
La motivación, recientemente mencionada, con que la Universitat Internacional de Catalunya me atribuye este Doctorado Honoris Causa, hace referencia a un trabajo que ha ocupado 22 años de mi vida. Las circunstancias de aquel trabajo por su tema, sus implicaciones técnicas y por la proyección global que no podía dejar de tener podrían proporcionar elementos de reflexión en este momento.
Pero no voy a referirme a ninguno de esos aspectos, sino a la persona con la que he trabajado estrechamente y para la que he trabajado en esos años. Soy consciente de que Juan Pablo II ha ocupado un lugar de excepción entre sus contemporáneos y hoy ocupa un puesto justamente singular no solo en la historia sino en la vida de muchas personas del mundo, también fuera de la geografía católica y cristiana.
Cualquiera de las múltiples dimensiones de su Magisterio y de su incidencia en la historia podrían ocupar nuestra atención. Pero, de nuevo, he de decir que no me ocuparé tampoco de esto. Prefiero simplemente ofrecer algunas breves reflexiones sobre él mismo, sobre su persona tal como yo la vi.
Como es sabido, hace pocos meses fue promulgado el decreto con el que se sancionó el modo extraordinario, heroico con que vivió las virtudes humanas y cristianas. Y esa circunstancia me da ocasión para hablar de él desde una perspectiva que nunca me habría atrevido a enfocar mientras él vivía y yo trabajaba con él. Perspectiva que trasciende la pura consideración historiográfica de Karol Wojtyla.
No puedo decir que me haya sorprendido la rapidez con la que ha procedido su proceso canónico de beatificación hasta la etapa actual. Pero a mí esta etapa me hace recordar los muchos años en que he tenido la posibilidad de ver desde cerca el modo de ser y de hacer de Juan Pablo II y de poder tocar con mi mano lo que ahora será sancionado como santidad porque quizás no sea necesario recordar que una persona o es santa durante su vida o no lo será nunca.
Ciertamente, de sus virtudes sabremos de modo exhaustivo cuando serán publicadas las actas en su integridad y podamos leer la relación de los testigos directos llamados a declarar. Pero el recuerdo personal, inevitablemente en este momento parcial y subjetivo, se acompaña en mí de tal modo a cuanto he visto de sus talentos intelectuales y morales que me parece imposible no hablar de ellos.
La evocación de las virtudes de Juan Pablo II suscita la pregunta fundamental sobre qué es lo que ha sido, en él, la santidad. Es una pregunta legítima porque no existe santidad en general. No existe una santidad sin la singularidad de cada santo y sin las virtudes normales y visibles atribuibles a alguien. En un santo, el carácter individual se mezcla con el lento trabajo de perfeccionamiento que se cumple en él o en ella durante toda la vida hasta conformarse en una obra maestra y ejemplar que no nos es a nosotros del todo clara y descifrable.
La respuesta específica a la pregunta sobre la santidad de Juan Pablo II diría que no se aleja mucho de la idea que la gente se ha formado de él. Karol Wojtyla era en el ámbito privado exactamente come se veía en público: un hombre de extraordinario buen humor, enamorado, un cristiano que miraba siempre más allá de sí mismo. Por eso no es difícil argumentar en su favor, aunque sea imposible hacerlo convenientemente.
Su peculiaridad personal aparecía principalmente en su relación directa con la trascendencia. Por eso, su espiritualidad era atrayente y simpática, casi naturalmente apostólica y constantemente convincente. Tanto si sufría como si reía —y de las dos cosas era igualmente maestro y discípulo excelente— él no mantenía principalmente una relación especulativa con una divinidad distante y trascendente. En su jornada, estar con Dios era su gran pasión, la más intensa prioridad y, al mismo tiempo la cosa más natural del mundo. Como afirmaba S. Juan de la Cruz no por casualidad autor muy amado por él la relación entre Dios y el alma es la de dos amantes.
En la convivencia con él se hacía evidente que Dios no es un código de leyes en quien soportar una creencia sino una Persona a quien creer, en quien esperar y con quien vivir una vida de amor intenso, fiel, recíproco, durante toda la existencia personal. A Dios se puede confiar la propia existencia. A un código moral, ni siquiera una jornada.
Este extraordinario itinerario concreto, congenial a su modo de ser muy directo e inmediato, era la verdadera esencia de su religiosidad cristiana, de su santidad de vida en donde la piedra angular de todo el edificio magnífico era la vida ordinaria completamente injertada en Dios e intensamente marcada por la presencia de Dios. Operativa y orante vivida bajo el mismo prisma visual.
En Karol Wojtyla no había la mínima manifestación de manierismo y de retórica pseudo mística. No había en sus devociones otra cosa que el rigor de la caridad, la dedicación consciente y participada de la persona a lo que cuenta verdaderamente para ella. A Juan Pablo II no urgía parecer bueno. Quizás habría preferido —si se puede hablar así, cosa de lo que no estoy muy seguro— no serlo antes que fingir. Aunque sabía que era observado por el mundo, su tendencia constante era abrir todo su corazón a las insinuaciones o exigencias que venían directamente de Dios. Como ha explicado San Agustín en el De Magistro, Quien es llamado y quien enseña es Cristo que habita en el hombre interior. En Karol Wojtyla esta seguridad no ha faltado nunca en tantas dificultades —y, al mismo tiempo, en tantas alegrías— con las que ha tenido que enfrentarse en su vida.
Creo haber entendido realmente cual debe ser la relación verdaderamente cristiana con Cristo cuando he visto el modo con que se dirigía al Crucifijo con la secreta singularidad de una mirarse espiritual recíproco en el que se daba y se recibía. Dios no era para él el autor separado de un alma extraña e indiferente sino una Persona que había creado su propia persona: la de Karol Wojtyla. Una Persona con la que poder hablar personalmente y a la que se podía decir, incluso, si era necesario: A veces, no te entiendo. Una persona, sin embargo, de la que no podía —ni quería— separarse porque a ella estaba ligado por una relación más íntima que aquella que cada uno tiene consigo mismo.
Una vez, creyendo estar sólo en su capilla, lo he visto cantar mientras fijaba su mirada en el Sagrario. No entonaba, ciertamente, un tema litúrgico sino que modulaba en su lengua polaca canciones populares. Era inevitable que me viniera a la menta de nuevo San Agustín cuando afirmaba que cantar es rezar dos veces”.
No quisiera en absoluto decir que hubiera ingenuidad ni, menos aún ritualidad superficial en el dirigirse a Dios con una tal espontaneidad. En todo caso, había algo concreto en su devoción que incluía el afecto y hasta la ternura. Me parecía al menos era esto lo que venía a mi mente— que en él se hacía evidente, simultáneamente, la riqueza intelectual de un teólogo y la inocencia espontanea de un chiquillo. Estas dos dimensiones no eran etapas diversas y sucesivas de un itinerario sino la única melodía compuesta de sonidos disímiles pero armoniosamente fundidos en una sola actitud y en una sola experiencia de amor.
Un lado peculiar de su actitud espiritual me ha constantemente sorprendido. Juan Pablo II no era un asceta moralista y ni siquiera un exhibicionista de heroísmos accesorios e inútiles. Su modo de hacer no era el arduo itinerario apático de un estoico. Sus mortificaciones que sabía, discreta y frecuentemente buscar eran sólo el modo estimulante y eficaz de unirse a la Pasión de Cristo, de participar junto a él a las alegrías y a los dolores que cualquiera desea compartir con la persona que seriamente ama en su intimidad más profunda.
Su actitud parecía enseñar que es mejor sufrir unido a Dios que alegrarse solo. Muy a menudo para Juan Pablo II se trataba solamente de aprovechar las ocasiones que las circunstancias diarias brindaban para ofrecer a Dios algún pequeño o grande sacrificio. Rechazar en el avión el lecho preparado para él en los largos viajes intercontinentales y dormir —o tratar de hacerlo— en el asiento, igual al de quienes le acompañábamos; disminuir el alimento de un almuerzo con aparente distracción. O renunciar a beber sin decir nada y sin dar justificación, uniendo pudor y renuncia en una delicada discreción personal que evita extrañas preguntas impertinentes.
La finalidad de estas voluntarias arideces sensibles era garantizar a su alma la libertad, la flexibilidad para una perfecta unión con Cristo; la total disponibilidad a escuchar la llamada interior de Dios siguiendo su voluntad con total eficacia.
Cuando se entraba en su Capilla o en su habitación no era infrecuente encontrarlo rezando extendido en el suelo. Bastaba verlo para comprender que aquello no era una aniquilación de si mismo delante de la infinita majestad del Creador sino el crear una sutil analogía con la que la grandeza de la criatura se unía completamente con Dios mientras la miseria también presente en la criatura encontraba un camino menos inadecuado para unirse al Creador. Si Él se me acerca siempre a mi parecía decir su vida es para que yo pueda dirigirme a El del mismo modo y con la misma confianza.
Así vi yo que para Juan Pablo II el amor a Dios tenía este rostro nítido, extremamente habitual y extremamente inusual al mismo tiempo. Un rostro penetrante y profundamente cristiano, habitualmente saturado de santidad.
Agradezco a la Universitat Internacional de Catalunya la concesión de este Doctorado Honoris Causa y la oportunidad que con ella se me ofrece de ingresar en su prestigioso Claustro académico.
Prof. Joaquín Navarro-Valls
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Tres claves del mensaje de Juan Pablo II
Joaquín Navarro Valls

Conferencia pronunciada en la Universidad Internacional de Cataluña. Barcelona, 2003.
Ha habido un amplio interés hacia este Pontificado. En Octubre de 1978, el Papa recién elegido era el primer Pontífice no italiano en más de cuatrocientos años. Era un hombre joven proveniente de lo que en aquella época se llamaba el “imperio marxista”. Se sabía que había escrito teatro y poesías. Luego comenzaron a aparecer las primeras fotografías que lo mostraban mientras esquiaba o navegaba en canoa. Esos elementos atrajeron el interés general hacia una institución antigua como era el Pontificado pero no bastan para explicar el inmutado interés después de 25 años de Pontificado.
Lo que el Papa comunica es un mensaje religioso: en concreto, el sistema de verdades y valores de la religión católica. Por tanto, en el intento de encontrar una explicación del interés permanente en Juan Pablo II, es necesario preguntarse por el modo como el Papa transmite ese mensaje. Me concentraré, brevemente, en tres aspectos que llamaré 1) el restablecimiento de un nuevo sistema común de referencias; 2) la patentitazación social de la fe; y 3) la renovación de la imagen delPapado.
Para confirmar lo que digo, leo lo que un periódico nacional escribió en la llegada del Papa a España el año pasado: “Ha vuelto a España el Papa más visible de la historia del catolicismo con 99 desplazamientos por todo el mundo y unos medios de información rendidos a su capacidad comunicadora” (El País, 5-V-03).
Rehacer un sistema común de referencias
Una de las mayores dificultades hoy en la transmisión y en la comunicación de valores y concretamente de valores religiosos y trascendentes es la desaparición de un sistema común de referencias. Los sistemas de referencias son cuadros generales de supuestos propios de cada época dentro de los que las palabras que empleamos habitualmente, tienen su lugar, su posición y su significado. Si es posible entendernos eso depende de que las palabras que empleamos habitualmente sean inteligibles porque ocupan un lugar unívoco en un cuadro de referencias que es compartido por una comunidad en un determinado momento histórico y cultural. Conceptos como naturaleza humana, alma, conciencia moral, oración, Dios, vida eterna, así como otros a ellos conexos como familia, amor humano, sexualidad etc. tuvieron en otras épocas – al menos en países de tradición cristiana – un significado inteligible para la mayoría de personas porque formaban parte del sistema de referencias compartido por la comunidad.
Durante siglos en la del mundo que comprendía lo que se llamó el occidente cristiano, existió una claridad sobre lo que aquellas palabras significaban. El arte, la historia, la literatura de aquellos siglos así nos lo confirman. La vida de las personas de entonces no estaba exenta de errores. Pero se sabía que eran errores porque los puntos de referencia, los valores vigentes en aquellas sociedades, estaban claros. Cuando se hablaba de Dios se sabía de quien se estaba hablando. Igual ocurría cuando se hablaba de conciencia, de dignidad humana o de vida eterna.
Hoy el cuadro general ha cambiado. Las sociedades humanas han perdido su homogeneidad cultural y diversos sistemas de referencia conviven juntos empañando el significado último de las palabras. Se podría decir que se ha perdido la unidad del vocabulario. Cuando las palabras no tienen un contenido real o cuando tal contenido se desconoce, los conceptos llegan a no significar nada. La palabra “alma” por ejemplo, que perteneció al patrimonio de conceptos de la teología y de la catequesis cristianas, hoy puede significar cosas muy distintas según que quien la pronuncie lo haga desde posiciones empiristas, agnósticas, historicistas etc. Podría significar por ejemplo, el principio unificador de la persona; pero también podría significar una partícula cósmica de incierto origen y problemático futuro; una metáfora de la autoconciencia humana o simplemente un espejo de nuestras emociones internas. Y todas esas distintas acepciones – que en realidad son excluyentes las unas de las otras - conviven juntas en el lenguaje común y en las categorías culturales nuestras sociedades.
Este cuadro me fue particularmente claro hace pocas fechas cuando discutía de estas cuestiones con un académico escandinavo. Me decía: “Cuando yo pronuncio aquí la palabra “familia” nadie sabe a qué me refiero porque más del 50 % de mis compatriotas simplemente cohabitan o son solteros con hijos; muy pocos se casan y los usos políticos y los experimentalismos legislativos de la palabra “familia” se han empleado de tal modo que familia hoy significa cualquier agrupación de personas que viven en el mismo lugar”. Creo que también en latitudes distintas de las escandinavas el cuadro tiende a aproximarse a aquel.
Esto permite afirmar que la sociedad secularizada no garantiza hoy la legitimidad histórica y social del cristianismo. Sus presupuestos, inciertos y a menudo contradictorios, son extraños por ejemplo a cualquier forma de proposición normativa con pretensiones de valor absoluto. El concepto de naturaleza humana, de algo que protege e ilumina al hombre frente al nuevo teorema de que todo en él es pura construcción histórico-socio-cultural, no es popular hoy.
El tema en definitiva se podría formular así: cuando hay un sistema cristiano de referencias, Dios es la referencia para el hombre. Cuando se considera a Dios irrelevante, el hombre se hace referencia para sí mismo.
Y el resultado es que el ser humano se convierte en una pregunta sin respuesta y un enigma para sí mismo. Esta es una situación relativamente difundida hoy en el mundo. Y en este contexto resulta problemática la transmisión de la verdad cristiana. Falta el vocabulario necesario para que el proceso de la comunicación llegue a su resultado.
El problema es que no podemos pensar fuera del lenguaje. Hoy el lenguaje se elabora en gran parte en el campo de la economía, de las ciencias positivas, de la técnica y de la industria del entretenimiento sobre todo televisiva y cinematográfica. Faltando un lenguaje adecuado, no podemos pensar sobre nosotros mismos y sobre nuestra sociedad si nos es con los conceptos insuficientes que nos suministra una cultura construida como si Dios no existiera. Se podría decir que al final no es sólo la falta de fe el peso mayor de nuestra cultura, sino la extraordinaria dificultad que encuentra quien la posee para manifestarla ya que le falta el lenguaje que le haría posible enseñarla, comunicarla e transmitirla. Se puede entender el desafío con el que se encuentra hoy la Iglesia en su misión apostólica.
Pues bien, este Pontificado ha emprendido la tarea de rehacer aquel vocabulario común que no existe ya en nuestra época.
Pienso que el Papa ha tratado desde el inicio de su Pontificado de rehacer un sistema común de referencias como una tarea imprescindible para que se pueda entender hoy el universo de valores cristianos. En definitiva, para que el Evangelio pueda ser primero entendido y luego aceptado. La aparente dificultad formal de algunos de sus documentos y escritos tienen esta explicación: no dar por válido el lenguaje común como medio de comunicación y, por lo tanto, la necesidad de razonar desde la raíz, definiendo cada término. Algo así como quien afina cuidadosamente un instrumento musical antes de lanzarse a ejecutar un concierto.
Este modo de presentar la verdad cristiana era ya una señal distintiva en los escritos y en la actividad pastoral de Karol Wojtyla y lo sigue siendo en la inmensa obra magisterial de Juan Pablo II. Cuando en 1960 escribe “Amor y responsabilidad” se da cuenta de que algunos conceptos morales allí contenidos, eran difíciles de entender por la mentalidad moderna faltando los conceptos que expliquen qué cosa se entiende por persona humana. Y con esta intención, escribe inmediatamente después “Persona y acto” en donde sienta las bases antropológicas y filosóficas que luego permitirán entender todo lo que la ética cristiana pedirá a la persona humana.
En los documentos magisteriales de Juan Pablo II esta voluntad de reconstrucción conceptual me parece muy evidente. Por ejemplo, en sus Cartas Encíclicas “Veritatis Splendor” y “Fides et ratio”. El Papa no comienza por explicar el pensamiento cristiano sobre la verdad objetiva o sobre la complementariedad del saber de fe y el saber de razón, sino que penetra hasta el fondo de las ambivalencias de la modernidad para reconstruir desde su raíz la perspectiva cristiana en ambos campos.
Siendo consciente de los límites del lenguaje actual, emprende la tarea enorme de rehacer el sistema común de referencias cuya falta hace imposible que lo que quiere decir sea entendido. No queda ámbito de la vida y del pensamiento que no cuente hoy con un abundante cuerpo de doctrina cristiana desarrollado por Juan Pablo II desde sus fundamentos.
Como todos ustedes saben, uno de los conceptos críticos de nuestra época es el de amor humano y todo lo que con él se relaciona como el tema de la familia, del matrimonio, de la sexualidad humana. La comprensión de la moral cristiana sobre todos esos temas se hace muy difícil como consecuencia de la confusión antropológica que acompaña a aquellos conceptos. Consciente de esta situación, Juan Pablo dedicó una larga serie de audiencias de los miércoles a explicitar detalladamente los fundamentos antropológicos, filosóficos, escriturísticos y evangélicos de este tema. El resultado fue un libro con el título de “Hombre y mujer los creó” en el que se repropone una concepción audaz y vigorosa sobre uno de los temas capitales de nuestra época: la relación amorosa hombre-mujer.
Su mensaje - por ejemplo su mensaje moral – no carga al hombre de responsabilidades morales que no entiende, sino que ayuda a entender que la aceptación de responsabilidades morales es el único modo para llegar a ser lo que se es; es decir, persona humana.
Por esto la enseñanza de Juan Pablo II no es la recitación de una serie de postulados dogmáticos, ni se identifique con la formulación condensada de un catecismo de afirmaciones. Su mensaje – transmitido en una variedad expresiva que comprende la palabra escrita, la palabra pronunciada y el gesto - conduce siempre hacia una única dirección: poner en conexión al ser humano concreto – hombre o mujer – con el Dios trascendente de la revelación cristiana delante al cual - y solo delante de El – se está en disposición de valorar nuestros actos.
Naturalmente, esta gigantesca tarea de rehacer los parámetros conceptuales de una época exigía medios extraordinarios puesto que de lo que se trataba era de invertir una de las más populares pretensiones culturales de nuestra época que, como ustedes saben es la subjetivización del hecho religioso.
En una parte importante del mundo es hoy un postulado que el mundo racional es el mundo de la razón cuantitativa. Sobre todo la razón del cálculo y del experimento se presenta como la verdadera – y a veces la única – racionalidad. Lo religioso, por otra parte, pertenecería a la órbita de lo privado y de la subjetividad. Recluyendo la verdad religiosa en el ámbito de la subjetividad, la construcción de la sociedad no dependería ya de las convicciones éticamente fundadas de los hombres que componen esta sociedad, sino que dependería de las estructuras racionales cuantificables, sobre todo de las estructuras políticas y económicas.
La actividad de Juan Pablo II se ha dirigido a situar a la humanidad frente a la dimensión religiosa, de tal modo que el hombre vuelva a sentirse interpelado por Dios en lo que es y en todo lo que hace.
Y es desde este punto de vista como se podría entender el obstinado viajar del Papa. Con una consecuencia inmediata: evidenciar socialmente la fe– si se puede hablar así.
La patentización de la fe
Los viajes están al servicio de una oferta literalmente global de la verdad religiosa y cristiana. Con los viajes, el Papa hace patente lo religioso. La religión sale de la órbita de la subjetividad y se hace evidente, visible, en un esfuerzo catequético que se confronta con todos los temas humanos: del mundo de la cultura, al de las desigualdades económicas, o la construcción de sistemas sociales que tengan más en cuenta la familia, los enfermos, la educación, el respeto de las libertades y de los derechos que le corresponden el ser humano precisamente en cuanto ser humano.
Pero al mismo tiempo los viajes son la ocasión para que en cada lugar visitado, se haga visible la Iglesia. Lo hemos visto, por ejemplo, en el último viaje del Papa a España. Un cierto tipo de pensamiento trata de acreditar hoy la imagen de una Iglesia católica en extinción. Naturalmente ese pensamiento debe encontrarse en dificultad cuando trata de entender el significado del encuentro del Papa con los jóvenes en Cuatro Vientos o de la participación en la Misa celebrada el día siguiente por el Papa en la Plaza de Colón. El pensamiento al que me refiero – en España como en otros lugares – piensa que los valores cristianos no podría legítimamente aspirar a tener una vigencia social. Esas manifestaciones enormes que se producen sólo con ocasión de los viajes del Papa, hacen ver que el monoteísmo cristiano no puede ser confinado en lo privado porque sería como renunciar a su pretensión de verdad.
La verdad, sobre todo la verdad religiosa, que es fundamento de otras muchas verdades y quizás de todas las verdades – no ha sido hecha para los intimismos. La verdad tiene exigencias sociales, es decir, debe poder ser ofrecida, transmitida. La verdad es para cada persona pero en la medida en que es verdad, trata de ser compartida con los demás. Es este un antiguo pensamiento de Karol Wojtyla que se manifiesta así en una de sus poesías: “Pero si la verdad está en mi, debe explotar. No puedo negarla; negaría a mí mismo” Es decir, me negaría a mí mismo si no ofrezco esta verdad que está en mi a quienes me rodean.
Este Pontificado, con enormes concentraciones humanas que ha provocado, pone en evidencia, con una vitalidad quizás sin precedentes en toda la historia de la humanidad, en qué modo la verdad cristiana pueda situarse en el centro mismo de la vida contemporánea. Y no sólo como concepto sino también como imagen. La originalidad de este Pontificado ha nsido la de realizar esta operación no sólo a través de una riquísima producción de doctrina trasmitida verbalmente sino a través la fascinación de la imagen a la que la cultura moderna tanto se ha habituado.
En nuestra época el deteriorase de las costumbres, ocurre en gran parte por la influencia visiva de la sociedad de la imagen. La oferta visual de estilos de vida diversos es tan intensa que hoy se aprende a vivir a fuerza de ver vivir. Reconstruir aquellos modelos vitales, devolverles su sentido original, es una operación de hacerlos visibles de nuevo: redefinir esos conceptos mostrándolos. La predicación itinerante del Papa seguida ávidamente por fotógrafos y troupes televisivas, ha permitido esta operación.
El cristianismo es quizás sobre todo un modo particular de vivir. Es verdad que la Fe define las creencias del cristiano, pero las convicciones de la fe tienen también un contenido práctico. La fe no es una teoría. La fe no es una hipótesis de la existencia. La fe no es un ideal para contemplar y quizás admirar. El cristiano es una persona que vive de un determinado modo y que, a través de su vida, demuestra la verdad de aquello en lo que cree. En la antigüedad era precisamente a través de su modo de vivir como los cristianos se distinguían de sus contemporáneos.
Con Juan Pablo II se han dado a los años finales del siglo XX algunas de las más sugestivas imágenes-símbolo de la época. El, que cree en el valor de los signos, ha creado una iconografía sugestiva y llena de contenido semántico allí donde las palabras parecían insuficientes. El ha convertido los gestos en grandes signos de discontinuidad con el torpor general del momento y en actos de innovación moral. Le ha bastado vivir prácticamente su obstinada defensa de la persona humana para hacer nacer gestos auténticos que superan en fuerza, sinceridad y eficacia la palabra misma. El valor formal de lo que se ha llamado “la capacidad gestual de Juan Pablo II” ha radicado en la autenticidad y en su convicción de fe manifestada y configurada con el gesto.
Juan Pablo II es el único Papa que por dos veces se ha presentado a la comunidad internacional ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. El primero en ser recibido en la Casa Blanca, en el Parlamento Europeo, en la Catedral de Canterbury – sede de la Comunión Anglicana – o en la UNESCO. Ha sido invitado a instituciones académicas. Visitó la Sinagoga de Roma y la Mezquita de Damasco. Ha estado en cárceles, en leprosarios. Por dos veces ha sido acogido en el Estadio Maracaná de Rio, y, en España, en el Santiago Bernabeu y en el Nou Camp.
Analizar lo que ha dicho en foros tan distintos sería intentar una evaluación de este Pontificado. Como síntesis extrema se podría resumir su mensaje en la afirmación que no se puede vivir una vida humana como si Dios no existiera.
Hablando a la comunidad internacional en las Naciones Unidas, en el Parlamento Europeo o en los centenares de audiencias con líderes políticos ha conseguido instilar en la nueva teoría política que los derechos humanos no son concesiones de los Estados y menos aún simples deseos de la humanidad sino la expresión de algo que está en la naturaleza humana y la primera obligación moral de los gobernantes es reconocerlos y tutelarlos. Su análisis sobre los derechos humanos ha convencido a muchos estados a aceptar que el primero de esos derechos es la libertad religiosa. Y cuando se trataba de emprender la más grande revolución de los últimos siglos porque era librar a millones de europeos de un régimen ateo y opresivo, lo ha hecho de tal modo que al poner a la conciencia y a la cultura por encima de la política, la más amplia revolución liberadora de todos los siglos, fue posible sin guerra, sin odio y sin sangre.
Cuando la Universidad de Roma le confirió el doctorado Honoris Causa más importante que el gesto en sí, me parece su motivación: el reconocimiento “de la obra desarrollada por el Pontífice en el curso de su Magisterio,... para la tutela de los derechos humanos en todas sus formas históricas tanto en lo que concierne a la persona y a sus derechos individuales, como a las relaciones entre los pueblos y al derecho internacional”.
La opinión pública ha seguido fascinada durante años esta actividad itinerante del Papa. Y la razón es evidente: no hay hoy – aparte de Juan Pablo II – un líder público global, una gran personalidad investida de autoridad en el mundo occidental que parezca preocuparse de la condición interior del hombre contemporáneo. Que fije su atención en los problemas del sentido de la vida, del significado de la virtud, del origen último de los grandes interrogativos humanos. No es extraño, por tanto, que ante sus Pontificado el mundo de la comunicación concentre todo su interés.
Me resulta espontáneo recordar una anécdota sucedida en Los Ángeles durante el viaje del Papa a los Estados Unidos en 1987....
Actualización del Pontificado
El tercer aspecto al que querría referirme y que explicaría la atención de los medios a este Papa es la renovación que ha operado en estos 25 años de la imagen del Papado en cuanto institución histórica.
Si al inicio del Pontificado la imagen que la prensa transmitía era la de una gran novedad personal dentro del marco de una antigua institución, con los años se ha ido poniendo más el acento en los cambios que Juan Pablo II ha determinado en la Institución misma. De la imagen de un hombre joven en una Institución milenaria, se ha pasado a la imagen de una Institución que sufre una gran aceleración en su actualización histórica.
La costumbre, que es una gran configuradora de la historia, había atribuido a los Pontífices un determinado papel en la dialéctica social. Un “papel”, como ustedes saben, es el conjunto de las expectativas que son planteadas por la sociedad al portador de una función social. Un papel es lo que se espera que una persona haga o diga en el desarrollo de la función que ocupa en la sociedad. Naturalmente, los papeles sociales se han ido creando durante muchos años y, en ocasiones, durante muchos siglos. Es como el destilado en el tiempo del ejercicio continuado de una función
Pero por otra parte, un papel está creado por lo que la sociedad supone que debería hacer o decir el portador de una función social. Y en estas expectativas cuentan mucho los presupuestos culturales de una época. Juan Pablo II ha salido de los cánones que se le habían atribuido a los Papas. Juan Pablo II no depende de lo que la época pediría que un Papa dijera sino que dice lo que él cree que un Papa hoy debe decir.
Quizás se podría explicar estos diciendo que Juan Pablo II representa y encarna una institución pero nunca da la sensación de recitar un papel.
En veinte años que, por mi trabajo, estoy cerca del Papa, he ido constatando cómo una extraordinaria libertad interior lo llevaba a modificar, actualizándola, la costumbre histórica que grababa sobre la institución Pontificia. Y no quiero ahora detenerme en una serie ininterrumpida de detalles que todos ustedes conocen perfectamente.
Mencionaré solamente un aspecto particular: la percepción hoy del Papa no tanto como una grande administrador de la Iglesia sino como el primero de sus apóstoles.
“En otras ocasiones – ha dicho el Papa, la gente iba al párroco. Hoy, es el sacerdote quien tiene que ir a buscar a las personas”. En esta expresión más que una constatación de hecho hay como un matiz autobiográfico que termina por configurar la institución misma del Pontificado. Juan Pablo II ha impartido los siete sacramentos en sus años de Pontificado. Cada año, en fecha fija, escucha confesiones e imparte bautismos. Con sus viajes ha expandido al máximo una actividad evangelizadora que ha remodelado el modo como el Papa ejercita su ministerio. Puesto en el vértice de la administración central de la Iglesia, el Papa no aparece como un administrador o un gerente sino como un pastor. Y esta orientación de base se refleja también en la forma y en el contenido de sus documentos magisteriales. Como Obispo de Roma, ha querido visitar cada una de las parroquias de su diócesis. Hasta ahora, son varios centenares las visitas hechas. Quedan ya pocas parroquias para que las haya visitado todas. El Papa espera poderlo hacer.
Esta gran obra de renovación en la institución Pontificia no ha sido hecha a través de decretos y leyes formales sino con un ejercicio personal decidido, audaz que, naturalmente, se refleja también en la forma literaria y en el contenido de sus documentos magisteriales. El Pontificado no aparece como gestor de una Iglesia dedicada a su supervivencia en un momento histórico de crisis, sino como el centro desde donde se expande a todo el mundo la misión apostólica cristiana.
Esta actualización institucional aparece particularmente clara en la relación del Papa con los medios de información. Desde el principio se ha tratado de una relación personal y sistemática que ninguno de sus predecesores había nunca intentado. Ya en su primer viaje a México en 1979 pocos meses después de su elección, sorprendió a los periodistas que volaban con él cuando se presentó ante ellos en una verdadera rueda de prensa. Nadie en el avión – ni los acompañantes del Papa ni los periodistas - estaba preparado para tan singular experiencia. Pablo VI, el primer Papa que viajó fuera de Italia, se limitaba a saludar a los periodistas pero no aceptaba preguntas. Juan Pablo II provocaba a los periodistas aceptando sus preguntas y respondiendo en los idiomas en los que aquellas preguntas eran formuladas. Cuando estas ruedas de prensa se hicieron sistemáticas, alguno de sus colaboradores trataron de disuadirlo por el riesgo que aquella informalidad podía tener. El Papa siguió en todos sus viajes con esta innovación radical. Y aquellos encuentros directos con los periodistas se han demostrado un medio eficacísimo para comunicar con la opinión pública en todo el mundo. No se trata ya de un Pontificado que ocasionalmente transmite un mensaje pregrabado en algunos excepcionales momentos del año como hacían sus predecesores, sino un Papa que sistemáticamente participa en la dialéctica del periodismo moderno aceptando sus reglas para transmitir los valores cristianos.
Un sentido análogo han tenido las ocasiones en las que Juan Pablo II ha escrito libros sometiéndose a las exigencias estilísticas y temáticas de un interlocutor. Me refiero concretamente a sus conversaciones con Andrè Frossard luego publicadas como libro y, sobre todos, al extraordinario “Cruzando el umbral de la esperanza” en respuesta a preguntas de Vittorio Messori. Un Papa hasta ahora no escribía libros. Un Papa manifestaba su pensamiento en documentos magisteriales normalmente en forma de Encíclicas. Juan Pablo II ha ido mucho más allá. Aceptando el riesgo di publicar libros, ha acercado creyentes y no creyentes al pensamiento cristiano de modo ordinario, es decir, haciendo propio el modo expresivo de la literatura que se puede encontrar en una librería comercial. Esta actitud de fondo, fuertemente propositiva, no sólo ha tenido un papel decisivo en determinar como el mundo ve hoy al Pontificado romano sino también como la Iglesia percibe hoy su misión.
Creo que en un modo u otro son muchos los que también fuera del Cristianismo reconocen estos aspectos del Pontificado de Juan Pablo II a los que en modo muy general he mencionado. Mientras la discusión cultural versa hoy sobre temas funcionales, Juan Pablo II es visto como la única figura global que hace al mundo las preguntas esenciales: ¿Quién es el ser humano? O ¿qué significa la dignidad humana?
Hoy, incluso los espíritus críticos, sienten con mayor claridad que la crisis de nuestro tiempo consiste en la crisis de Dios, en la desaparición de Dios del horizonte de la historia humana. Pero esta desaparición ha problematizado tremendamente todo los temas humanos y al mismo hombre. Este pontificado de Juan Pablo II va más allá de los límites del momento cultural precisamente ofreciendo certezas sobre Dios y sobre el ser humano allí en donde la modernidad se había desarrollado sobre las ruinas de un humanismo muy carente.
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