16.7.11

XVI Domingo del Tiempo Ordinario, “A” por Ángel Moreno de Buenafuente


 “No hay más Dios que tú, que cuidas de todo, para demostrar que no juzgas injustamente.”
El tiempo de vacaciones es uno de los momentos más propicios para contemplar la naturaleza, las obras de arte, las maravillas del mundo. El salmista nos ofrece la mejor respuesta: «Grande eres tú y haces maravillas, tú eres el único Dios.»
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En cierta ocasión, una maestra enamorada de la naturaleza, me hacía reparar en la belleza del microcosmos; se detenía ante la flor minúscula, perdida entre aliagas, el musgo entre los macizos de boj, y quedaba extasiada al considerar el esplendor de las criaturas que existían como manifestación de la generosidad del Creador.
Jesús es maestro de contemplación, Él se ha fijado en la semilla más pequeña y que contiene el poder germinal más asombroso, al hacerse árbol. Nos llama la atención para valorar la fuerza de la levadura y para que reparemos en cómo fermenta toda la masa una pequeña cantidad.
El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas. El Reino de los Cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente.
Dentro de cada uno de nosotros se esconde la mayor maravilla, si nos hacemos conscientes de que somos habitados por el Espíritu de Dios. San Pablo nos lo recuerda, cuando afirma:El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. El que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.”
Es justo admirar la belleza de las grandes obras de arte, de las ciudades patrimonio de la humanidad, de las maravillas del mundo, pero también deberíamos tener sensibilidad para admirar lo pequeño, lo bueno y hermoso que se esconde en lo cotidiano, y sobre todo hacernos conscientes de la magnanimidad divina.
El verano es estación que permite quedar contemplando las estrellas del firmamento, el rumor sereno de un manantial que hace aflorar de  continuo el agua cristalina, permanecer, sin tiempo, ante la luz del ocaso, cuando el sol se esconde en el horizonte de montañas o de mar.
No pierdas la ocasión de hacer justicia, y de cantar: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Omnipotente”. Y goza de saberte acompañado por la generosa y espléndida acción creadora de quien lo ha hecho todo pensando en el ser humano, en su Hijo, hecho hombre, por quien toda la humanidad disfruta de la bendición divina.
Es tiempo de bendecir y de alabar, de contemplar, de agradecer, de gustar y saborear la semilla del bien, que podrá al mal. “Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, bendecirán tu nombre”.

revistaecclesia.com

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