23.7.11

HOMILIA DOMINICAL "EL REINO DE LOS CIELOS"

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Domingo 17º tiempo ordinario-A 24-07-2011 



En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: - El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. Quien lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. El Reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra. También se parece el Reino de los cielos a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces. Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación. ¿Han entendido todo esto? Ellos contestaron: - . (Mt 13, 44-52). 

El sentido, la plenitud y el éxito final y total de la vida humana es alcanzar el Reino de Dios, el tesoro escondido, que equivale a alcanzar al mismo Dios en el tiempo y en la eternidad. Y el fracaso total de la vida consiste en no alcanzarlo, con la consiguiente desesperación eterna y llanto sin fin. 

El reino de Dios vale más que la vida física, pues en ese reino la vida del cuerpo y la del espíritu alcanzan su gloriosa plenitud eterna. Por eso hay que jugarse gozosamente lo menos por lo más, la vida temporal por la vida eterna, en la que tendremos lo menos y lo más, incluido un cuerpo glorioso como el de Cristo resucitado. 

El Reino temporal y eterno de Dios se descubre y se construye día a día en los acontecimientos pequeños y grandes, en las realidades y expresiones de la vida humana diaria, llevando y ofreciendo con Cristo la cruz inevitable de cada día; cruz que él nos la hace más liviana y le da sentido pascual de gloria eterna. 

A Dios y su Reino los podemos percibir y acoger en los acontecimientos, en la creación, en las personas, principalmente en los necesitados, en los que sufren, y en nosotros.


Creer que acogemos a Dios en el templo cuando lo rechazamos o ignoramos fuera del templo, es un engaño fatal: no lo estamos acogiendo tampoco en el templo ni en la comunión, sino negándolo, con el funesto riesgo de no ser acogidos por él en su reino eterno: “A quien me acoja ante los hombres, yo lo acogeré ante mi Padre; y a quien me rechace ante los hombres, yo lo rechazaré delante de mi Padre”. El reino de los cielos es el tesoro y la perla escondida que valen más que todo cuanto tenemos, somos, amamos, gozamos o deseamos tener. La entrada en ese Reino es el único medio para conservar y multiplicar al infinito, en la eternidad, la vida temporal con todo lo bueno y placentero que ella supone. ¿De qué vale tenerlo todo y carecer de lo esencial? “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si al final se pierde a sí mismo?” La pérdida fatal es consecuencia del disfrute egoísta de lo que tenemos y somos. La ganancia total es fruto de haber compartido y gozado con gratitud, orden y amor todo lo que somos, tenemos y amamos, y de haber asociado a la cruz de Cristo los sufrimientos de la vida presente y la misma muerte, ya desde ahora. 

Es necesario saber distinguir lo malo y rechazarlo, aunque lo malo nos guste mucho; y acoger lo bueno que nos hace felices en el tiempo y en la eternidad, aunque lo bueno nos cueste mucho.

¿Cómo lograr esta sabiduría? Viviendo unidos a Jesús resucitado presente, acogiendo y practicando sus enseñanzas. Jesús mismo nuestro tesoro eterno, nuestra herencia eterna. >


San Pablo confiesa: “Todo lo considero pérdida, con tal de ganar a Cristo”. Por eso podía decir con toda verdad y convicción: “Para mí es con mucho lo mejor morirme para estar con Cristo”. 
p.j. 

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