4.6.11

HOMILIA: LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR - CICLO "A"

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Homilía con textos de homilías pronunciadas por el Beato Juan Pablo II
Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
  • HABLAR CON DIOS (Francisco Fernández-Carvajal)
  • FLUVIUM (www.fluvium.org)
  • Sermón de San Agustín sobre la Ascensión
  • Comentario: Dr. Josef ARQUER (Tréveris, Alemania) (www.evangeli.net)
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DEL MISAL MENSUAL (www.laverdadcatolica.org)
El reencuentro entre Jesús resucitado y sus discípulos tendría que ocurrir en Galilea. Si la comunión entre Jesús y los suyos había quedado rota luego de su desbandada el día de su ejecución, la reconstrucción del grupo iniciaría en el sitio mismo donde Jesús los había convocado. Tanto el evangelio como el libro de los Hechos presentan el lanzamiento de la misión en un cerro de Galilea. La Carta a los Efesios nos ubica frente a la presencia de Jesús glorioso, que ha sido reivindicado por el Padre y constituido cabeza de la Iglesia, es decir, pionero de una comunidad de discípulos que testimoniarán, con la fuerza del Espíritu, el acontecimiento de la pascua y de la existencia plena.
ANTÍFONA DE ENTRADA (Hch 1, 11)
Hombres de Galilea, ¿qué hacen allí parados mirando al cielo? Ese mismo Jesús, que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto marcharse. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA
Llena, Señor, nuestro corazón de gratitud y de alegría por la gloriosa ascensión de tu Hijo, ya que su triunfo es también nuestra victoria, pues a donde llegó Él, nuestra cabeza, tenemos la esperanza cierta de llegar nosotros, que somos su cuerpo. Por nuestro Señor Jesucristo...
LITURGIA DE LA PALABRA
PRIMERA LECTURA
Se fue elevando a la vista de sus apóstoles.
Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 1, 1-11
En mi primer libro, querido Teófilo, escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó, hasta el día en que ascendió al cielo, después de dar sus instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había elegido. A ellos se les apareció después de la pasión, les dio numerosas pruebas de que estaba vivo y durante cuarenta días se dejó ver por ellos y les habló del Reino de Dios.
Un día, estando con ellos a la mesa, les mandó: No se alejen de Jerusalén. Aguarden aquí a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que ya les he hablado: Juan bautizó con agua; dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo.
Los ahí reunidos le preguntaban: Señor, ¿ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel?. Jesús les contestó: A ustedes no les toca conocer el tiempo y la hora que el Padre ha determinado con su autoridad; pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra.
Dicho esto, se fue elevando a la vista de ellos, hasta que una nube lo ocultó a sus ojos. Mientras miraban fijamente al cielo, viéndolo alejarse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacen allí parados, mirando al cielo? Ese mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo, volverá como lo han visto alejarse. Palabra de Dios.
Del salmo 46
R/. Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya.
Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos; que el Señor, el Altísimo, es terrible y de toda la tierra, rey supremo. R/.
Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos. R/.
Porque Dios es el rey del universo, cantemos el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono santo. R/.
SEGUNDA LECTURA
Lo hizo sentar a su derecha en el cielo.
De la carta del apóstol san Pablo a los efesios: 1, 17-23
Hermanos: Pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, que les conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo.
Le pido que les ilumine la mente para que comprendan cuál es la esperanza que les da su llamamiento, cuán gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en Él, por la eficacia de su fuerza poderosa.
Con esta fuerza resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, por encima de todos los ángeles, principados, potestades, virtudes y dominaciones, y por encima de cualquier persona, no sólo del mundo actual sino también del futuro.
Todo lo puso bajo sus pies y a Él mismo lo constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, y la plenitud del que lo consuma todo en todo. Palabra de Dios. Te alabamos, Señor.
ACLAMACIÓN (Mt 28, 19. 20)
R/. Aleluya, aleluya.
Vayan y enseñen a todas las naciones, dice el Señor, y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. R/.
EVANGELIO
Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Del santo Evangelio según san Mateo: 28, 16-20
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea y subieron al monte en el que Jesús los había citado. Al ver a Jesús, se postraron, aunque algunos titubeaban. Entonces, Jesús se acercó a ellos y les dijo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Acepta, Señor, este sacrificio que vamos a ofrecerte en acción de gracias por la ascensión de tu Hijo, y concédenos que esta Eucaristía eleve nuestro espíritu a los bienes del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
PREFACIO I DE LA ASCENSIÓN
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y fuente de salvación darte gracias y alabarte siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque el Señor Jesús, Rey de la gloria, triunfador del pecado y de la muerte, ante la admiración de los ángeles, ascendió (hoy) a lo más alto de los cielos, como Mediador entre Dios y los hombres, Juez del mundo y Señor de los espíritus celestiales.
No se fue para alejarse de nuestra pequeñez, sino para que pusiéramos nuestra esperanza en llegar, como miembros suyos, a donde Él, nuestra cabeza y principio, nos ha precedido.
Por eso, con esta efusión del gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales, los ángeles y arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo...
ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN (Mt 28, 20)
Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo. Aleluya.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Dios todopoderoso, que ya desde este mundo nos haces participar de tu vida divina, aviva en nosotros el deseo de la patria eterna, donde nos aguarda Cristo, Hijo tuyo y hermano nuestro. Él que vive y reina por los siglos de los siglos.
UNA REFLEXIÓN PARA NUESTRO TIEMPO.- El acontecimiento central en el pueblo de Israel ha sido la pascua, acontecimiento y memorial de la liberación de la esclavitud. El camino cristiano también arranca a partir de la Pascua, que no se agota en la resurrección del Señor Jesús, sino que incluye la transformación del cosmos y de la humanidad. El evento pascual es el comienzo de la historia nueva que el Padre inaugura a partir de la amorosa entrega de su Hijo. El cristianismo no puede avalar el inmovilismo y el mantenimiento del desorden social y económico vigentes. El camino cristiano es una invitación a acoger la oferta del Espíritu: vida plena y abundante para todos. Una sociedad lastimada por tanta exclusión y marginación de los más débiles, no puede dejar satisfechos a quienes se confiesan cristianos.
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BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com)

La ascensión de Jesús a los cielos (Hch 1,1-11)

1ª lectura
Como en el evangelio (cfr Lc 1,1-4), San Lucas inicia su narración con un prólogo semejante al que empleaban los historiadores profanos. En este segundo volumen de su obra enlaza con los acontecimientos narrados al final del evangelio y comienza a relatar los orígenes y la primera expansión del cristianismo, efectuados con la fuerza del Espíritu Santo, protagonista central de todo el escrito. La dimensión espiritual del libro de los Hechos, que forma una estrecha unidad con el tercer evangelio, encendió el alma de las primeras generaciones cristianas, que vieron en sus páginas la historia fiel y el amoroso actuar divino con el nuevo Israel que es la Iglesia. Así, la forma de narrar de Lucas es la de los historiadores, pero la significación del relato es más profunda: «Los Hechos de los Apóstoles parecen sonar puramente a desnuda historia, y que se limitan a tejer la niñez de la naciente Iglesia; pero, si caemos en la cuenta de que su autor es Lucas, el médico, cuya alabanza se encuentra en el Evangelio (cfr Col 4,14), advertiremos igualmente que todas sus palabras son medicamentos para el alma enferma» (S. Jerónimo, Epistulae53,9).
«Teófilo» (v. 1), a quien va dedicado el libro, pudo ser un cristiano culto y de posición acomodada. También puede ser una figura literaria, pues el nombre significa «amigo de Dios».
El tercer evangelio narra las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos de Emaús y a los Apóstoles, refiriéndolas al mismo día (cfr Lc 24,13.36). Aquí, San Lucas dice que se les apareció «durante cuarenta días» (v. 3). La cifra no es solamente un dato cronológico. El número admite un sentido literal y uno más profundo. Los períodos de cuarenta días o años tienen en la Sagrada Escritura un claro significado salvífico. Son tiempos en los que Dios prepara o lleva a cabo aspectos importantes de su actividad salvadora. El diluvio inundó la tierra durante cuarenta días (Gn 7,17); los israelitas caminaron cuarenta años por el desierto hacia la tierra prometida (Sal 95,10); Moisés permaneció cuarenta días en el monte Sinaí para recibir la revelación de Dios que contenía la Alianza (Ex 24,18); Elías anduvo cuarenta días y cuarenta noches con la fuerza del pan enviado por Dios, hasta llegar a su destino (1 R 19,8); y Nuestro Señor ayunó en el desierto durante cuarenta días como preparación a su vida pública (Mt 4,2).
La pregunta de los Apóstoles (v. 6) indica que todavía piensan en la restauración temporal de la dinastía de David: la esperanza en el Reino parece reducirse para ellos —como para muchos judíos de su tiempo— a la expectación de un dominio nacional judío, bajo el impulso divino, tan amplio y universal como la diáspora. Consu respuesta, el Señor les enseña que tal esperanza es una quimera: los planes de Dios están muy por encima de sus pensamientos; no se trata de una realización política sino de una realidad transformadora del hombre, obra del Espíritu Santo: «Pienso que no comprendían claramente en qué consistía el Reino, pues no habían sido instruidos aún por el Espíritu Santo» (S. Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum2).
Cuando el Señor corrige a sus discípulos, sí les especifica claramente cuál debe ser su misión: ser testigos suyos hasta los confines de la tierra (v. 8): «El celo por las almas es un mandato amoroso del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 122).
Después (vv. 9-11), el Señor asciende a los cielos. Así se explica la situación actual del cuerpo resucitado de Jesús: «La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su Humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. (...) Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al Cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 668-669).

Lo sentó a su derecha en los cielos (Ef 1,17-23)

2ª lectura
Los fieles a los que dirige esta carta a los Efesios, en su mayor parte procedentes de la gentilidad, están particularmente interesados por el «conocimiento» de los misterios divinos. Ese afán, aunque podía estar influido por corrientes doctrinales y culturales del momento, era bueno de suyo. Por eso, se pide a Dios el Espíritu de sabiduría y revelación, para conocer lo verdaderamente importante, Jesucristo, en quien reside toda plenitud. Además, el conocimiento del misterio de Cristo constituye un sólido fundamento para la esperanza (v. 18): «La palabra del Apóstol habla de las cosas futuras como ya hechas, como corresponde a la potencia de Dios, pues lo que se ha de llevar a cabo en la plenitud de los tiempos ya tiene consistencia en Cristo, en el que está toda la plenitud; y todo lo que ha de suceder es, más que una novedad, el desarrollo del plan de salvación» (S. Hilario de Poitiers,De Trinitate 11,31).

Haced discípulos a todos los pueblos (Mt 28,16-20)

Evangelio
Los cuatro evangelistas recuerdan la dificultad de los Apóstoles para aceptar la resurrección de Jesús. Marcos (cfr Mc 16,9-20) es más explícito que Mateo, que sólo recoge un breve apunte acerca de los distintos modos de reaccionar por parte de los discípulos: «en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron» (v. 17). «No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto también lo creen los paganos, los judíos (...). Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo. Tenemos por grande creer que Cristo resucitó» (S. Agustín,Enarrationes in Psalmos 120,6).
«Se me ha dado toda potestad en el cielo y la tierra» (v. 18). La omnipotencia, atributo exclusivo de Dios, también lo es de Jesucristo resucitado. Las palabras del Señor evocan un pasaje del libro de Daniel en el que se anuncia que tras los imperios que pasan, vendrá un hijo de hombre al que «se le dio dominio, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio es un dominio eterno que no pasará; y su reino no será destruido» (Dn 7,14). Y Jesús es ese Hijo del Hombre que por sus padecimientos mereció la glorificación (cfr Dn 7,9-14 y nota).
«Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado» (vv. 19-20). La primera misión a los Doce (10,1-42) tenía como destino la casa de Israel (10,5-6) y como motivo de predicación la cercanía del Reino de los Cielos (10,7). Ahora, los Once son enviados al universo entero, y la misión supone el Bautismo en el nombre de las tres personas divinas (v. 19) y la enseñanza de los preceptos del Señor (v. 20). La salvación se alcanza por la pertenencia a la Iglesia, y esa pertenencia se manifiesta en el cumplimiento de los mandamientos: «Es muy grande el premio que proporciona la observancia de los mandamientos. Y no sólo aquel mandamiento, el primero y el más grande, (...) sino que también los demás mandamientos de Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno y feliz. Por esto, si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado» (S. Roberto Belarmino, De ascensione mentis in Deum 1).
«Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20). En el Antiguo Testamento se narra cómo Dios estaba en medio de su pueblo (cfr p. ej. Ex 33,15-17), y cómo prometía a sus elegidos que estaría con ellos en sus empresas y que por tanto tendrían éxito (Gn 28,15; Ex 3,12; Jos 1,5; Jr 1,8; etc.). La frase evangélica indica que el destinatario de su mensaje es la Iglesia entera. Por eso, en la tarea de la evangelización no estamos solos; Él es el Emmanuel, el «Dios-con-nosotros» (1,23), y, como Dios, con su poder y su eficacia (v. 18), permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos (v. 20): «Aunque no es propio de esta vida, sino de la eterna, el que Dios lo sea todo en todos, no por ello deja de ser ahora el Señor huésped inseparable de su templo que es la Iglesia, de acuerdo con lo que Él mismo prometió al decir: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Por ello, todo cuanto el Hijo de Dios hizo y enseñó para la reconciliación del mundo, no sólo podemos conocerlo por la historia de los acontecimientos pasados, sino también sentirlo en la eficacia de las obras presentes» (S. León Magno, Sermo12 in Passione Domini 3,6).
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RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org)
¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?
Hoy la Iglesia celebra la fiesta de la Ascensión de Jesús al cielo. En la primera lectura, oímos a un ángel, que les dice a los discípulos:
«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse».
Ésta es la ocasión para aclarar de una vez las ideas sobre qué entendemos por «cielo». Para casi todos los pueblos, el cielo se identifica con la morada de la divinidad. De igual modo, la Biblia usa este lenguaje espacial. «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres» (cfr. Lucas 2,14). A diferencia de Dios, que está «en el cielo», el hombre está en la tierra y, después de la muerte, bajo tierra, en el reino de los muertos. Con Jesús, que resucita de los muertos y sube al cielo, esta estricta separación está rota. Con él el primer hombre ha subido al cielo y con él le ha sido dada una esperanza y una garantía de subir al cielo a toda la humanidad.
Con la venida de la era científica, todos estos significados religiosos atribuidos a la palabra cielo han entrado en crisis. El cielo es el espacio dentro del que se mueve nuestro planeta y el entero sistema solar y nada más. Conocemos la salida u ocurrencia atribuida a un astronauta soviético de regreso de su viaje al cosmos:
«¡He dado vueltas a lo largo del espacio y no he encontrado en ninguna parte a Dios!»
Es importante, por lo tanto, que busquemos esclarecer qué entendemos nosotros los cristianos cuando decimos «Padre nuestro que estás en el cielo» o cuando decimos que alguno «ha ido al cielo». La Biblia, en estos casos, se adapta al modo de hablar popular (por lo demás, lo hacemos también hoy en la era científica cuando decimos que el sol «sale» y «desaparece o tramonta»); pero, ella sabe bien y nos enseña que Dios está «en el cielo, en la tierra y en todo lugar», que es él el que «ha creado los cielos» y, si los ha creado, no puede estar «encerrado» dentro ellos (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 300). Que Dios esté «en el cielo» significa que «habita en una luz inaccesible» (1 Timoteo 6,16), que dista de nosotros «cuanto el cielo está arriba sobre la tierra» (cfr. Éxodo 20,4; Colosenses 1,2). En otras palabras, que es infinitamente distinto a nosotros.
De igual modo, nosotros, los cristianos, por lo tanto, estamos de acuerdo al decir que el cielo como un lugar en donde habita Dios y los bienaventurados no existe. Es un modo de expresarnos. El cielo, en sentido religioso, es más bien un estado que un lugar. Dios está fuera del espacio y del tiempo y así es su paraíso. Cuando se habla de él no tiene sentido alguno decir que está sobre o bajo, arriba o abajo. Pero, con ello no hemos afirmado que Dios no exista y que el paraíso no exista; solamente hemos constatado que a nosotros nos faltan categorías mentales para podérnoslo representar.
Cojamos a una persona totalmente ciega desde el nacimiento y pidámosle que describa qué son los colores: el rojo, el verde, el azul... No podrá decir absolutamente nada ni nadie estará en disposición de explicárselo, porque los colores se perciben sólo con los ojos. Así nos sucede a nosotros en relación con el más allá y la vida eterna, que están fuera del tiempo y del espacio.
Pero, esto no afecta sólo a las cosas de Dios. El científico se encuentra, en cierta medida, en la misma postura; sólo que no reflexiona. Para él el cosmos, aún cuando sobrepasado o excedido, es, sin embargo, finito (miles de millones de galaxias, distantes una de otra miles de millones de años luz). Pues bien, ¿él consigue posiblemente hasta imaginar qué hay más allá del cosmos y dónde acaba? Responderá: «¡La nada, el vacío!» Sí; pero, ¿ qué es el vacío? Si no conseguimos imaginamos a Dios, que es el Ser, no conseguimos ni siquiera imaginar la nada. Haced la prueba a ver si conseguís representaros qué es la nada. «Para llegar a la nada, dice Pascal, se necesita tanta capacidad cuanto para alcanzar a comprender el todo» (Pensamientos 72 Br.). Quiero decir que, incluso si eliminamos la idea de Dios y el del más allá, no hemos todavía eliminado el misterio de nuestra vida. Existe, en todo caso, un «más allá» del mundo y hemos de resignarnos a vivir con algo que nos supera.
Cuando hoy escucho declarar a los astrónomos que la ciencia no les permite continuar creyendo en Dios, no puedo dejar de pensar en científicos como Galileo, Kepler, Newton y, a su modo, también como Einstein. ¿No eran estos buenos astrónomos y científicos? Sustancialmente, ¿qué conocemos hoy distinto y más de lo que ellos conocieron? Y, sin embargo, ellos tenían una fe apasionante en Dios. Kepler termina su obra Las armonías cósmicas con una vibrante oración de alabanza al creador.
A la luz de lo que hemos dicho, ¿qué significa proclamar, como hace la Iglesia en la fiesta de hoy, que Jesús «ha ascendido a los cielos»? (cfr. Primer Concilio de Constantinopla, año 381, Símbolo niceno-constantinopolitano, canon 1). La respuesta la encontramos en el mismo Credo:
«Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso» .
Que Cristo haya subido al cielo significa que «está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso», esto es, que también como hombre él ha entrado en el mundo de Dios; que ha sido constituido, como dice san Pablo en la segunda lectura, Señor y cabeza de todas las cosas.
Las palabras del ángel: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» contienen, por lo tanto, una advertencia, si no un velado reproche: no es necesario estar mirando arriba, al cielo, como para descubrir dónde podrá estar Cristo sino más bien vivir en la espera de su retorno, proseguir su misión, llevar su Evangelio hasta los confines de la tierra, mejorar la misma vida en la tierra.
Él ha ido al cielo; pero, sin dejar la tierra. Sólo ha salido de nuestro campo visual. Precisamente en el fragmento evangélico de hoy él mismo nos asegura:
«Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».
Cuando se trata de nosotros, ¿qué significa «ir al cielo» o «ir al paraíso» ? La respuesta nos la da la Escritura: significa ir a estar «con Cristo» (Filipenses 1,23).
«Voy a prepararos un lugar... para que donde esté yo estéis también vosotros» (Juan 14, 2-3).
El «cielo», entendido como lugar de reposo, como premio eterno para los buenos, se forma en el momento en que Cristo resucita y sube al cielo. Nuestro verdadero cielo es Cristo resucitado, con el que iremos a reunimos y ser «cuerpo» después de nuestra resurrección y, de modo provisional e imperfecto, ya inmediatamente después de la muerte. Jesús, por lo tanto, no ha ascendido a un cielo ya existente, que le esperaba, sino que ha ido a formar o crear e inaugurar el cielo para nosotros.
Alguno se pregunta: pero, ¿qué haremos «en el cielo» con Cristo por toda la eternidad? ¿No nos aburriremos? Respondo: quizás, ¿nos aburrimos por estar bien y teniendo óptima salud? Preguntad a los enamorados si se aburren por estar juntos. Cuando nos acontece vivir un momento de intensísima y pura alegría ¿no nace quizás en nosotros el deseo de que dure para siempre y que no termine nunca? Acá abajo estos estados no duran para siempre, porque no hay un objeto al que se pueda satisfacer indefinidamente. Con Dios es distinto. Nuestra mente encontrará en él la Verdad y la Belleza, que no se acabará nunca de contemplar, y nuestro corazón encontrará el Bien, del que no se cansará nunca de gozar.
Quiero terminar con una bonita historia. En un monasterio medieval vivían dos monjes, unidos entre sí por una profunda amistad. Uno se llamaba Rufo y el otro Rufino. Durante todas las horas libres no hacían más que buscar el imaginarse y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial. Rufo, que era maestro albañil, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, adornada con piedras preciosas; Rufino, que era organista, se la imaginaba como totalmente resonante de melodías celestiales. Al final, hicieron un pacto: quien de ellos muriere primero volvería a la noche siguiente para asegurarle al amigo que las cosas estaban precisamente como las habían imaginado. Bastaría una palabra: si era como habían pensado simplemente diría: taliter!, esto es, así es; si fuese distintamente (pero, la cosa era imposible) habría dicho: aliter!, distinto.
Una tarde, mientras estaba al órgano, se paró el corazón de Rufino. El amigo Rufo temblando vigiló durante toda la noche; pero... nada; esperó durante semanas y meses con vigilias yayunos y, finalmente, en el aniversario de la muerte, he aquí que entra el amigo en su celda con un halo de luz. Viendo que calla, es él quien le pregunta, seguro de la respuesta afirmativa: taliter!, esto es, «¿es tal cual o es así, verdad?» Pero, el amigo mueve la cabeza con un signo negativo. Desesperado, le grita entonces: aliter?, esto es, «¿es otra cosa o es distinto?» De nuevo, un signo negativo con la cabeza. Y, finalmente, de los labios cerrados del amigo, como con un soplo, salen dos palabras: Totaliter aliter!, esto es, «¡Es totalmente otra cosa!»
Rufo entiende como si fuera un rayo de luz que el cielo es infinitamente más que lo que habían los dos imaginado, que no se puede describir y, de allí a poco, por el deseo de alcanzarlo, muere también él. El relato es una leyenda; pero, su contenido es, al menos, bíblico: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman» (1 Corintios 2, 9).
Un día, cuando nosotros atravesaremos los umbrales de la vida eterna yo estoy seguro que nos vendrán también para nosotros, espontáneas a los labios aquellas dos palabras: Totaliter aliter!, esto es, ¡Es totalmente otra cosa! Lo deseo de corazón para mí y para todos vosotros.
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PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar)
La Iglesia, institución y misterio
En la primera lectura hemos escuchado el relato de la Ascensión. No sabemos cuánto de la escena esbozada es realidad histórica y cuánto es ampliación simbólica de Lucas y de la primitiva comunidad. Sabemos. eso sí con certeza, el significado que esta escena tenía en el pensamiento del evangelista. Era la solemne inauguración de la Iglesia. Jesús resucitado dejaba de estar en la tierra, como había estado hasta entonces, para entrar en otra dimensión: la dimensión escatológica que él había inaugurado al romper el muro de la muerte. Con la Ascensión empezaba el tiempo de la Iglesia, un tiempo encerrado entre dos eventos: la subida de Cristo hacia la derecha de Dios y su regreso hasta el fin de los tiempos: Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir.
En las páginas de Lucas vemos ya a esta Iglesia esbozada en sus lineamientos esenciales y en sus estructuras básicas: allí están los apóstoles, es decir, los testigos; el Espíritu, testigo por excelencia e intérprete de la palabra de Cristo; los destinatarios. que son todos los confines de la tierra. Es la Iglesia institución y carisma. nuestra Iglesia hecha de hombres, pero también de Espíritu Santo, “vaso de arcilla” que lleva, sin embargo, un gran tesoro.
El Evangelio resalta este cuadro de la Iglesia naciente y nos hace asistir a sus primeros pasos en la historia. Ello nos lleva al momento en el cual Jesús les está dando las últimas instrucciones a los apóstoles antes de dejar los. Es el momento en el cual entrega la institución fundamental —el Bautismo—, destinada a generar la Iglesia como el matrimonio genera la familia: Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Mateo nos replantea, en este punto, la misma visión llena de significado que hemos notado en el relato de los Hechos. Jesús sube hacia la derecha del Padre y los apóstoles parten a predicar por todo el mundo. La Iglesia ha nacido y comienza su camino en la historia. La que se nos presenta en estos textos, entonces, es la Iglesia de aquí abajo, hecha de hombres, que ha recibido un mandato para predicar, bautizar, ser, en una palabra, signo y lugar de salvación para todas las gentes.
Si ahora pasamos al pasaje de san Pablo que hemos leído en la segunda lectura, nos encontramos observando la misma realidad, el mismo evento, pero desde un punto de observación nuevo y distinto. El acontecimiento de la glorificación y de la elevación de Jesús a la derecha del Padre está claramente contenida allí: Lo resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo. Pero la Iglesia que nace de este evento parece ser una Iglesia toda espiritual e interior, sin apóstoles, sin bautismo, sin instituciones. Ella es el dominio de Cristo sobre todas las cosas, el cuerpo del Redentor dejado aquí abajo, en espera de realizarse plenamente, miembro por miembro, haciéndose parecido a la cabeza para ser digno de seguirlo en su glorificación, hasta llegar a ser con él “un solo cuerpo y un solo espíritu”.
Una visión grandiosa y cósmica se despliega ante nuestra mirada de creyentes. El Cristo sentado en el vértice del universo como su cabeza y como su centro de iluminación, a quien todo tiene como fin y a quien todo tiende entre los gemidos de la situación presente. Sí, también esto es la Iglesia; es la otra cara. la escondida. de la Iglesia. Este Cristo glorificado que atrae hacia sí el universo es el alma de la Iglesia; es la Iglesia de la reunión, porque allí irán a reunirse y aglutinarse todos los “signadas” de la tierra.
¿Existen entonces, desde el día de su nacimiento, dos Iglesias? ¿Acaso estamos irremediablemente obligados a elegir entre la Iglesia visible de Lucas y de Mateo y la iglesia espiritual de Pablo? ¿Entre la Iglesia institución y la Iglesia misterio?
La tentación es grande. y hoy se plantea en forma álgida para los cristianos. Es la tentación de elegir la parte en lugar del todo. Está quien elige vivir en la Iglesia institución. sin ver en ella más que una ordenada sociedad. estructurada jerárquicamente, y quien, por el contrario, no acepta de ella más que la cara invisible y espiritual. Pero por este camino siempre se tendrá sólo una larva de Iglesia, una Iglesia a medias. La Iglesia verdadera de Jesucristo es el resultado viviente de una y otra cosa: de la Iglesia visible y de su misterio escondido; es el Cristo total, hecho de la cabeza glorificada y del cuerpo que vive aquí abajo. La verdadera Iglesia es —como Cristo— teándrica, es decir, divina y humana inseparablemente. De ella. en el Concilio Vaticano II. se ha dicho que “la sociedad constituida por organismos jerárquicos y el cuerpo de Cristo, la comunidad visible y la espiritual, la Iglesia terrenal y la Iglesia ya en posesión de los bienes celestes. no se deben considerar como dos cosas distintas. sino integrantes de una sola y compleja realidad resultante de un doble elemento. el humano y el divino” (LG. n. 8).
San Pablo, en otra parte de su carta a los efesios, nos pone en camino hacia esta síntesis; en efecto, volviendo a partir del evento de la elevación de Cristo a la derecha del Padre, él delinea esta doble realidad de la Iglesia como misterio y como institución, devolviéndonos su verdadera imagen católica: Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos...: ésta es la Iglesia misterio. Pero, sigue Pablo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido. Estos dones son los ministerios que constituyen la Iglesia visible: Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros...en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, ese Cuerpo que recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la acción armoniosa de todos los miembros... y así crece y se edifica en el amor (Ef. 4. 5-16).
La Ascensión aparece así, no tanto como la fiesta de la partida de Jesús de este mundo, sino como la fiesta de su permanencia aquí abajo. En efecto. él no ha dejado este universo nuestro. “No abandonó el cielo cuando de allí descendió hasta nosotros, y tampoco se alejó de nosotros cuando subió de nuevo al cielo. A él se lo exalta más allá de los cielos; sin embargo. sufre acá en la tierra todos los dolores que nosotros. sus miembros. soportamos. De esto dio testimonio al gritar: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (san Agustín. Sermo Mai, 98). Cristo todavía está presente y comprometido en este mundo con todo su cuerpo. que es la Iglesia.
Esta Iglesia integral, Cabeza y cuerpo. celebra ahora su Eucaristía. Es éste el momento en el cual aquella unidad siempre difícil entre institución y misterio nos es ofrecida como experiencia de vida. Aquí se hace presente toda la Iglesia visible: están la asamblea de los fieles, el sacerdocio, el sacrificio, la palabra, los signos sacramentales. Y bien, toda esta Iglesia entra ahora. en nuestra celebración. en comunión de vida, real, con la Iglesia escondida que es el Cristo glorioso a la derecha del Padre y el Espíritu que de él emana para santificar a los creyentes. Por un instante, como en Emaús, él es reconocible. Se realiza la unidad de la Iglesia en el sacramento, y nosotros creyentes somos llamados a vivir intensamente y en profundidad esta experiencia de unidad, para expresarla después en toda nuestra vida y ser testigos de ella frente al mundo.
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BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org)
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía en el Pontificio Colegio Escocés de Roma (3-VI-1984)
– Ascensión: primicia de nuestra vida celestial
Amados hermanos en Cristo:
Hoy celebra la Iglesia la vida que Jesús vive en el cielo con su Padre y en unión con el Espíritu Santo. Hoy la Iglesia proclama la gloria de Cristo su Cabeza y la esperanza que colma a todo el Cuerpo místico. En el misterio de la Ascensión, la Iglesia meditó sobre el amor inmenso que tiene el Padre a su Hijo: “Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como Cabeza sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos” (Ef 1,22-23).
Precisamente porque somos el Cuerpo de Cristo, tomamos parte en la vida celestial de nuestra Cabeza. La Ascensión de Jesús es el triunfo de la humanidad, porque la humanidad está unida a Dios para siempre, y glorificada para siempre en la persona del Hijo de Dios. Cristo glorioso jamás permitirá ser separado de su Cuerpo. Estamos ya unidos a Él en su vida celestial porque ha ido por delante de nosotros como Cabeza nuestra. Además, Cristo nos confirma el derecho de estar con Él y desde su trono de gracia infunde constantemente la vida ‑su propia vida‑ en nuestras almas. Y el instrumento de que se vale para hacerlo es su propia humanidad glorificada, con la que estamos unidos por la fe y los sacramentos.
No sólo tomamos parte nosotros ‑la Iglesia‑ en la vida de la Cabeza glorificada, sino que Cristo Cabeza comparte plenamente la vida peregrinante de su Cuerpo y la dirige y canaliza hacia su recto fin en la gloria celestial. Y cuanto más unidos estéis, hermanos míos, con Cristo en el misterio de su Ascensión -Quae sursum sunt quaerite!-, más sensibles seréis a las necesidades de los miembros de Cristo que luchan con fe por alcanzar la visión de la inmutabilidad de Dios en la gloria.
– Ascensión y misión evangelizadora
Desde su lugar glorioso Jesús es para siempre. Mediador nuestro ante el Padre y comunica a su Cuerpo la fuerza de vivir totalmente, como Él para el Padre. Levantado a la diestra de Dios como Jefe y Salvador, Jesús distribuye perdón a la humanidad (cfr. Hch 5,31). En el misterio de la Ascensión, Jesús cumple el papel sacerdotal que le ha asignado el Padre: interceder por sus miembros, “pues vive siempre para interceder en su favor” (Heb 7,25).
Reflexionando sobre la Ascensión del Señor, seréis confirmados en vuestra vocación de intercesores en favor del Pueblo de Dios, sobre todo de vuestra Escocia natal.
Por el poder inherente a la celebración litúrgica de Cristo glorificado seréis capaces de cumplir dignamente su último mandato de evangelizar, dado antes de la Ascensión: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). Existe una conexión real entre la gracia que os infunde Jesús hoy en el corazón y vuestra futura misión de heraldos de su Evangelio. Ningún apóstol puede olvidar que la Ascensión está unida al hecho de que el Espíritu Santo vendrá y Cristo seguirá presente a través de la palabra y del sacramento. Toda vuestra misión consiste en hacer presente a Cristo.
La responsabilidad del futuro de la Iglesia de Escocia descansa en vuestros hombros y en el de los jóvenes compañeros vuestros. Pero podéis estar seguros de que Cristo glorificado os sostendrá en vuestra misión. La victoria y triunfo de su Ascensión y su elevación a la diestra del Padre se comunicará a las futuras generaciones de la Iglesia a través de vosotros y mediante la proclamación del misterio que vosotros haréis. ¡Qué maravillosa llamada habéis recibido! ¡Qué modo entusiasmante de gastar la única vida que tenéis!
– Fe y esperanza
Bajo muchos aspectos la solemnidad de la Ascensión es algo muy personal para vosotros. Al revelarse en gloria, Jesús refuerza vuestra fe en su divinidad. Os intima a creer en Aquel que ha sido quitado de vuestra vista. Al mismo tiempo, la fiesta se transforma para vosotros en una celebración de esperanza y confianza porque habéis aceptado la proclamación del ángel y estáis plenamente convencidos de que “el mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1,11). Mientras tanto sabéis que permanece con vosotros, envía su Santo Espíritu para que more en su Iglesia y por medio de su Iglesia os hable y mueva el corazón. Tenéis confianza porque sabéis que “aparecerá por segunda vez, sin ninguna relación al pecado, para salvar definitivamente a los que lo esperan” (Heb 9,28).
Cuanto más centréis la atención en Cristo glorificado en el cielo, más caeréis en la cuenta de que toda sabiduría, santidad y justicia pertenecen a Él y se encuentran en Él. Y de este modo la fiesta resulta ocasión de gran humildad. La redención y santificación se deben a su acción y palabra. El plan de salvación revelado por Él trasciende toda sabiduría humana y merece reverencia y respeto profundos. Ante el misterio de la Revelación divina, la poquedad humana resulta muy evidente. La inteligencia humana, con todo su noble proceso de razonamiento, aparece con sus limitaciones y su necesidad de ser ayudada por el misterio del Magisterio de la Iglesia, a través del cual el Espíritu de Cristo vivo da una certeza que la inteligencia humana jamás puede garantizar. Y también por esto la Iglesia con San Pablo en esta liturgia de la Ascensión pide que recibáis de Dios el espíritu de sabiduría y entendimiento de lo que él mismo revela a su Iglesia (cfr. Ef 1,17). Sí, desde su trono de gloria el Verbo encarnado os dirige y os forma mientras os preparáis a su sacerdocio.
Es grande vuestro privilegio: estar en Roma y forramos aquí en la fe apostólica, para que volváis y proclaméis el misterio de Cristo en toda su pureza y poder a vuestros compatriotas escoceses. Este es el privilegio y tradición que compartís con San Niniano, proto-obispo de Escocia. Hace siglos él recorrió el camino que estáis llamados a andar vosotros y toda Escocia ha sido bendecida por su fidelidad como lo será por la vuestra. La aportación perdurable de San Niniano está bellamente expresada así:
“Nacido de nuestra raza escocesa, / Dios te condujo por gracia / a encontrar en Roma / una perla tan altamente cotizada: / el credo intacto de Cristo / y llevarlo a la patria”.
En el poder de la Ascensión del Señor, que es vuestra fuerza hoy, renovad la entrega, queridos hermanos, a vuestra obra sacerdotal, a vuestra llamada especial a consagrar la juventud y la vida entera a proclamar y construir el reino de los cielos, y así dar gloria a Él, que reina para siempre a la diestra del Padre en la unidad del Espíritu Santo. Y recordad: “Para encontrar en Roma... el credo intacto de Cristo y llevarlo a la patria”.
Y nuestra bendita Madre María, unida al triunfo de su Hijo mediante su Asunción, os sostenga mientras esperáis con gozosa confianza la venida de nuestro Salvador Jesucristo. Amén.
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
El acontecimiento final de la vida de Jesús en forma humana es su admirable Ascensión a los Cielos donde es colocado por encima de “todo principado, potestad, fuerza y dominación..., por encima de todo nombre conocido, no sólo de este mundo sino del futuro” (2ª lect).
Es el triunfo merecido y justo de Jesús sobre sus enemigos así como un anticipo del nuestro. ¡Un hombre ha entrado ya en los cielos, la Cabeza de un gran Cuerpo cuyos miembros somos cada uno de nosotros! “Dios asciende entre aclamaciones... Pueblos batid palmas, aclamad a Dios. Tocad para Dios, tocad para nuestro Rey. Tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones” (Salmo Resp.).
Antes de marcharse, el Señor convocó a los suyos en el monte de los olivos, esto es, donde había comenzado su dolorosa Pasión. Cristo quiso que los suyos compartieran su triunfo allí donde comenzó su aparente derrota. Es como si Jesús quisiera que comprendieran -también nosotros- que allí donde hay dolor, sufrimientos, allí el cristiano está construyendo la plataforma para dar su salto al Cielo.
Que Cristo eligiese el Monte de los Olivos, esto es, el lugar de la derrota para mostrar a sus discípulos su poder y su gloria subiendo a los Cielos, constituye una enseñanza más que el cristiano no debe olvidar. ¡En cuántas ocasiones nos dejamos llevar por el desaliento, la tristeza, el miedo al qué dirán o pensarán, cuando el camino presenta su vertiente menos grata o nos movemos en un clima moral adverso! ¡No olvidemos esta lección! Sí, a todos aquellos que lo están pasando mal por Jesucristo, Él les dice: “Dichosos seréis cuando os insulte y os persigan y digan de vosotros, mintiendo, toda clase de males..., alegraos porque vuestra recompensa será muy grande en los cielos” (Mt 5,11).
Esta glorificación de la Humanidad del Señor no es para admirarla y disfrutarla mano sobre mano. Debemos anunciarla por todas partes como algo que concierne a todos. Antes de partir, Cristo dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos... Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Algo parecido les dicen los ángeles: “Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Ellos volvieron a Jerusalén “desde el Monte de los Olivos” y “marcharon a predicar por todas partes” (Mc 16,20).
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Creer es también saberse enviado»
I. LA PALABRA DE DIOS
Hch 1,1-11: «Se elevó a la vista de ellos»
Sal 46,2-3.6-9: «Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas»
Ef 1,17-23: «Lo sentó a su derecha en el cielo»
Mt 28,16-20: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
Mientras San Lucas «hace caminar» a Jesús casi constantemente hacia Jerusalén para culminar allí su Pascua, San Mateo «hace salir» de allí a los discípulos para centrar en Galilea la misión que se les confía. Parece querer dejar atrás el giro en torno a la ciudad de David, para indicar que el Templo y la Ciudad habían perdido su significado y que sólo Jesús es el Nuevo Templo, y que el Resucitado era, es, el Centro de todo.
«¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?» He aquí una forma de lucha de Cristo contra la tentación a la que parecían sentirse llamados los discípulos. Sumergirse en la realidad del mundo, anunciar su Reino, proclamarle a Él como resucitado: esa era la misión. Nadie tiene derecho a quitar a la fe su carácter de comunicable. Aunque resulte difícil el testimonio, nadie puede eludirlo. Creer en Jesucristo es tener conciencia de testigo enviado. La fe, al ser vivida, se hace testimonio.
III. SITUACIÓN HUMANA
La mirada que dirigimos al mundo puede convertirse en llamamiento. Nuestro mundo de hoy es más proclive al lamento que al compromiso. Porque es más sencillo quejarse que remediar algo.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– Jesús subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso: “ «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, ... sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9,24)” (662; cf 659-664).
La respuesta
– Misión de los Apóstoles y de la Iglesia en el mundo: “Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Desde entonces, serán sus «enviados». En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21)” (858, cf 859-860. 849-852).
– El testimonio de vida cristiana, exigencia para los bautizados: 2044. 2045. 2046.
El testimonio cristiano
– «La Iglesia, enriquecida por los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra (LG 5)» (768).
– «(La Iglesia) continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres .... impulsada por el Espíritu Santo debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección (AG 5)» (852). Ante la tentación de quedarse extasiado (Tabor), ahora el mandato es apremiante: «Seréis mis testigos», para que «en el cielo, en la tierra y el abismo, toda rodilla se doble y todo el mundo proclame que Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre».
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HABLAR CON DIOS (Francisco Fernández-Carvajal)
JESUS NOS ESPERA EN EL CIELO
— Culmina en este misterio la exaltación de Cristo glorioso.
I. Una bendición fue el último gesto de Jesús en la tierra, según el Evangelio de San Lucas (1) . Los Once han partido desde Galilea al monte que Jesús les había indicado, el monte de los Olivos, cercano a Jerusalén. Los discípulos, al ver de nuevo al Resucitado, le adoraron (2) , se postraron ante Él como ante su Maestro y su Dios. Ahora son mucho más profundamente conscientes de lo que ya, mucho tiempo antes, tenían en el corazón y habían confesado: que su Maestro era el Mesías (3) . Están asombrados y llenos de alegría al ver que su Señor y su Dios ha estado siempre tan cercano. Después de aquellos cuarenta días en su compañía podrán ser testigos de lo que han visto y oído; el Espíritu Santo los confirmará en las enseñanzas de Jesús, y les enseñará la verdad completa
El Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra (4) . Jesús confirma la fe de los que le adoran, y les enseña que el poder que van a recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de renacer a una vida nueva mediante el Bautismo... es el poder del mismo Cristo que se prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los sacramentos..
Les dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra
Y después de decir esto, mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos (5) . Así nos describe San Lucas la Ascensión del Señor en la Primera lectura de la Misa
Poco a poco se fue elevando. Los Apóstoles se quedaron largo rato mirando a Jesús que asciende con toda majestad mientras les da su última bendición, hasta que una nube lo ocultó. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios (6) : « era un signo de que Jesús había entrado ya en los cielos » (7)
La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la Resurrección, el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la Cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (8) . Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Ti, Padre Santo (9)
La Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio glorioso del Santo Rosario. « Se fue Jesús con el Padre. - Dos Angeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Hch 1, 11)
» Pedro y los demás vuelven a Jerusalén - cum gaudio magno - con gran alegría. (Lc 24, 52). - Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Angeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria » (10)
— La Ascensión fortalece y alienta nuestro deseo de alcanzar el Cielo. Fomentar esta esperanza.
II. « Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso - enseña San León Magno en esta solemnidad - , sino que con Cristo hemos ascendido, mística pero realmente, a lo más alto de los Cielos, y conseguido por Cristo una gracia más inefable que la que habíamos perdido » (11)
La Ascensión fortalece y alienta nuestra esperanza de alcanzar el Cielo y nos impulsa constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Ahora nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada (12)
El Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su Sacrificio redentor (13) , con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el Cielo su lugar natural, pero Él, que dio su vida por cada uno, nos espera allí. « Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios (...)
» Si, a pesar de todo, la subida de Jesús a los cielos nos deja en el alma un amargo regusto de tristeza, acudamos a su Madre, como hicieron los apóstoles: entonces tornaron a Jerusalén... y oraban unánimemente... con María, la Madre de Jesús (Hch 1, 12-14) » (14)
La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro diario caminar. Imitaremos a los Apóstoles, que « se aprovecharon tanto de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre; la misma visión de su cuerpo no era obstáculo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había separado de sus discípulos » (15)
— La Ascensión y la misión apostólica del cristiano.
III. Cuando estaban mirando atentamente al cielo mientras Él se iba, se presentaron junto a ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir (16) . « También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino (Cfr. Jn 4, 6), cuando llora por Lázaro (Cfr. Jn 11, 35), cuando ora largamente (Cfr. Lc 6, 12), cuando se compadece de la muchedumbre (Cfr. Mt 15, 32; Mc 8, 2)
» Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. Él, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta? » (17)
Los ángeles dicen a los Apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les espera, que no se debe perder un instante. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la nuestra. Y hoy, en nuestra oración, es bueno que oigamos aquellas palabras con las que el Señor intercede ante Dios Padre por nosotros mismos: no pido que los saques del mundo, de nuestro ambiente, del propio trabajo, de la propia familia..., sino que los preserves del mal (18) . Porque quiere el Señor que cada uno en su lugar continúe la tarea de santificar el mundo, para mejorarlo y ponerlo a sus pies: las almas, las instituciones, las familias, la vida pública... Porque sólo así el mundo será un lugar donde se valore y respete la dignidad humana, donde se pueda convivir en paz, con la verdadera paz, que tan ligada está a la unión con Dios
« Nos recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato del Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero. Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima » (19)
Quienes conviven o se relacionan con nosotros nos han de ver leales, sinceros, alegres, trabajadores; nos hemos de comportar como personas que cumplen con rectitud sus deberes y saben actuar como hijos de Dios en las incidencias que acarrea cada día. Las mismas normas corrientes de la convivencia - que para muchos quedan en algo externo, necesario para el trato social - han de ser fruto de la caridad, manifestaciones de una actitud interior de interés por los demás: el saludo, la cordialidad, el espíritu de servicio..
Jesús se va, pero se queda muy cerca de cada uno. De un modo particular lo encontramos en el Sagrario más próximo, quizá a menos de un centenar de metros de donde vivimos o trabajamos. No dejemos de ir muchas veces, aunque sólo podamos con el corazón en la mayoría de las ocasiones, a decirle que nos ayude en la tarea apostólica, que cuente con nosotros para extender por todos los ambientes su doctrina
Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María. Junto a Ella esperan la llegada del Espíritu Santo. Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés muy cerca de nuestra Señora.
NOTAS: (1) Lc 24, 51. (2) Cfr. Mt 28, 17. (3) Cfr. Mt 16, 18. (4) Mt 28, 18. (5) Primera lectura. Hch 1, 7 ss. (6) Cfr. Ex 13, 22; Lc 9, 34 ss.  (7) SAN JUAN CRISOSTOMO, Homilías sobre los Hechos, 2. (8) Jn 20, 17. (9) Jn 17, 11. (10) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Santo Rosario, Rialp, 24ª ed., Madrid 1979, Segundo misterio glorioso. (11) SAN LEON MAGNO, Homilía I sobre la Ascensión. (12) Cfr. Jn 14, 2. (13) Cfr. Ap 5, 6. (14) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 126. (15) SAN LEON MAGNO, Sermón 74, 3. (16) Hch 1, 11. (17) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 117. (18) Jn 17, 15. (19) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 122.
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FLUVIUM (www.fluvium.org)
Esperando la Fuerza de lo Alto
 Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Después de vivir entre los hombres y una vez cumplida hasta el final la misión para la que el Hijo de Dios tomó carne de María, la Virgen, se elevó al Cielo en presencia de sus discípulos. Concluye así la presencia visible de Jesucristo entre los hombres, aunque no, desde luego, su acción en el mundo, como bien se desprende de sus palabras, que hoy ofrece la Iglesia a nuestra consideración.
 Aquel día el Señor, antes de abandonar físicamente a los discípulos, hizo un breve resumen de lo que había sido su tarea durante su vida terrena, recordando los momentos más decisivos para nuestra salvación. Con gran concisión, pero con toda exactitud, manifiesta lo que espera de ellos, el sentido de la misión que les encomienda y la fuerza que están a punto de recibir para ser capaces de llevarla a cabo.
 Se había cumplido ya, con su muerte y resurrección, la profecía anunciada por el mismo Dios inmediatamente después del primer pecado: que para lo que había sido el único verdadero mal de los hombres vendría un Salvador, el Mesías. Pues quiso Dios que el hombre, creado a su imagen y semejanza y con capacidad de amarle, pudiera salvar el inmenso abismo que, al haber pecado, lo alejaba de Él y del Paraíso de su intimidad que le tenía reservado. Ese primer pecado y los demás que son consecuencia de nuestra acción libre y de la debilidad causada por aquél, eran el verdadero mal que pesaba sobre la humanidad, muy superior a todas las demás desgracias humanas. Pero ya estaban abiertas las puertas del Cielo; pues, al hacerse hombre el Hijo de Dios, pudo merecer de modo infinito y reparar, por su Pasión y muerte, el pecado. Así, pues, aunque ofendemos a Dios y lo perdemos, siendo nuestro único verdadero bien, gracias al amor divino manifestado en Jesucristo, podemos ser perdonados si, arrepentidos, aceptamos la conversión que nos ofrece.
 No comprendieron los judíos la Salvación que Dios brinda a los hombres. Esperaban sólo un remedio a sus males terrenos. Tenían puesta la esperanza en un libertador que los sacara de la opresión política que padecían y les diera un gran bienestar material. Tendría que ser, en ese caso, un gran guerrero, un rey revestido de poderío y riquezas... De un mesías así se sentirían orgullosos, le seguirían seguros, pues en poco tiempo –pensaban– se verían libres, por él, de tantas desgracias materiales que les oprimían y consideraban indignas para el pueblo elegido por Dios. Más de una vez le echaron, por ejemplo, en cara –sin fundamento, por otra parte– la bajeza de su linaje: ¿no es este el hijo de José?... Pensaban que de la familia de un artesano no cabía esperar gran cosa.
 Tuvo que hacer milagros sin cuento para mostrar su naturaleza divina, probando así que era superior a cuantos profetas le precedieron: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan sanos y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se anuncia el Evangelio. De esta manera respondió a los que le preguntaron de parte del Bautista si era Él al que esperaban. Y, más tarde: las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. (...) Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre. (...) Y, por fin: Si no hubiera hecho ante ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; sin embargo, ahora las han visto y me han odiado a mí, y también a mi Padre.
 Seamos nosotros francos. A poco sinceros que somos reconocemos la maldad de nuestra vida. ¡Cuántas veces vemos a diario que deberíamos comportarnos mejor porque el Señor lo espera!: en casa, en el trabajo, con los amigos, en nuestro trato con Dios...; y, sin embargo, dejamos pasar esas oportunidades cediendo al capricho y no amando a Dios. Hasta le ofendemos –y nos damos cuenta– con frecuencia de modo expreso, tan pobre es nuestra condición. Nos sucede lo que a los que vieron los milagros y escucharon las palabras del mismo Cristo: nos consta que es Dios quien nos pide esa otra conducta más heroica; y, sin embargo, nuestras obras por el Señor no se corresponden a las suyas por nosotros.
 Quizá nos sucede a estas alturas, con años ya de vida de fe, lo que a los discípulos del Señor: que aún después de su muerte, después de que les perdonara haberle abandonado, y habiéndole visto gloriosamente resucitado, necesitan ser vitalizados con el mismo Espíritu de Dios, con el Espíritu Santo. Es preciso que sean revestidos de la fuerza de lo alto, según su promesa, que hoy recordamos, para llevar a cabo lo que Dios –que los envía– espera de ellos.
 Mientras aguardamos, pues, la Solemnidad de Pentecostés, que Dios mediante celebraremos el próximo domingo, nos encomendamos con más fuerza al Paráclito en los días de su Decenario que asimismo estamos celebrando.
 Con la ayuda de nuestra Madre, Esposa de Dios Espíritu Santo, sabremos proponernos alguna invocación como la del himno...: Infunde amorem cordibus!, ¡llena de amor los corazones!, ¡llena de Amor Tuyo mi corazón!
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Sermón de San Agustín sobre la Ascensión

(Sermón Mai 98, Sobre la Ascensión del Señor, 1-2; PLS 2, 494-495)
Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete.
Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.
En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: “Así es Cristo”, sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.”
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Comentario: Dr. Josef ARQUER (Tréveris, Alemania) (www.evangeli.net)
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra»
Hoy, contemplamos unas manos que bendicen —el último gesto terreno del Señor (cf. Lc 24,51). O unas huellas marcadas sobre un montículo —la última señal visible del paso de Dios por nuestra tierra. En ocasiones, se representa ese montículo como una roca, y la huella de sus pisadas queda grabada no sobre tierra, sino en la roca. Como aludiendo a aquella piedra que Él anunció y que pronto será sellada por el viento y el fuego de Pentecostés. La iconografía emplea desde la antigüedad esos símbolos tan sugerentes. Y también la nube misteriosa —sombra y luz al mismo tiempo— que acompaña a tantas teofanías ya en el Antiguo Testamento. El rostro del Señor nos deslumbraría.
San León Magno nos ayuda a profundizar en el suceso: „«Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado ahora a sus misterios». ¿A qué misterios? A los que ha confiado a su Iglesia. El gesto de bendición se despliega en la liturgia, las huellas sobre tierra marcan el camino de los sacramentos. Y es un camino que conduce a la plenitud del definitivo encuentro con Dios.
Los Apóstoles habrán tenido tiempo para habituarse al otro modo de ser de su Maestro a lo largo de aquellos cuarenta días, en los que el Señor —nos dicen los exegetas— no “se aparece”, sino que —en fiel traducción literal— “se deja ver”. Ahora, en ese postrer encuentro, se renueva el asombro. Porque ahora descubren que, en adelante, no sólo anunciarán la Palabra, sino que infundirán vida y salud, con el gesto visible y la palabra audible: en el bautismo y en los demás sacramentos.
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Todo poder.... Ir a todas las gentes... Y enseñar a guardar todo... Y El estará con ellos —con su Iglesia, con nosotros— todos los tiempos (cf. Mt 28,19-20). Ese “todo” retumba a través de espacio y tiempo, afirmándonos en la esperanza.
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