En las cartas del padre Mencattini, recién publicadas, impresiona la entereza con que afrontaban una muerte horrible y segura.
En el año 1941, China era uno de los destinos peores para un misionero. Parte del territorio estaba invadido por Japón, y en la otra se vivía una auténtica guerra civil y un caos de guerrillas, comunistas unas, nacionalistas otras, que situaban a todas las misiones católicas en un constante riesgo de martirio por unos o por otros.
Acaban de publicarse en Italia, bajo el título Una vida por China, las cartas a sus amigos, compañeros y familiares de uno de esos misioneros, el padre Cesare Mencattini (1910-1941), que revelan la profunda fe y esperanza con que acudían a aquellos territorios sacerdotes y religiosos italianos a sabiendas de que les esperaba la muerte.Fue asesinado un 12 de julio, seis años después de llegar al país "para hacerse cargo con entusiasmo de una vasta comunidad de neófitos y para dar testimonio y evangelizar a los no cristianos, y todo ello sin preocuparle los crecientes peligros" que amenazaban a los sacerdotes del Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras, explica el padre Angelo Lazzarotto, editor del volumen.Que aquellos hombres sabían a lo que iban, lo demuestra una carta de juventud del padre Mencattini: "Según mis previsiones, iré a China, porque allí irá destinado el grueso de la expedición de este año. Se cumplirán así mis deseos, y estaré en un lugar que en estos tiempos nos ofrece la esperanza de coronar nuestra vida con la palma del martirio". Tenía 25 años cuando escribió estas palabras, 31 años cuando murió.En 1937 le explicaba a un compañero la alegría de su misión a pesar de la lejanía de los suyos y del seguro futuro de muerte que le aguardaba: "Te aseguro que mi corazón está contento, contento de haber dejado a mis seres queridos, porque mis afectos se han vuelto completamente hacia Dios y hacia tantos pobres a quienes ahora amo tanto como a mis padres, porque les he regenerado con el santo bautismo. Estoy contento de haber renunciado a las bellezas de nuestra Italia porque estas tierras amarillas se han convertido en tan familiares para mí como mi patria, y no las abandonaré más que para ir al Paraíso". "Estoy también contento", proseguía, "de haber renunciado a mis conocimientos, aprendidos tras tantos años de estudio, para convertirme ahora en casi un ignorante, para poder así exponer en la forma más simple, en los trazos más gruesos y en una lengua que he aprendido contanto esfuerzo, las bellezas de nuestra santa religión. ¡Ya me dirás tú si no es una verdadera felicidad! Ni siquiera tengo una pequeña iglesia, pero tengo dos mil almas, auténticos templos vivientes en los que Dios habita con su gracia y sus bendiciones."Enterrados vivosEste impresionante ejemplo de entrega fue testimoniado por el padre Mencattini y varios compañeros más con el martirio.El 19 de noviembre del mismo año en el que murió él, fueron martirizados otros cuatro misioneros, todos ellos menores de cuarenta años: Mario Zanardi, Bruno Zanella, Gerolamo Lazzaroni y el obispo de Kaifeng, Antonio Barosi, de 40 años.Pero la muerte más horrible estaba reservada, meses después, para el padre Carlo Osnaghi, de 43 años, y para uno de sus catequistas.El padre Osnaghi llevaba años en China y había gozado del cariño de la gente, pero desde mediados de los años 30 el ambiente empezó a enrarecerse con los conflictos nacionalistas, el enfrentamiento con Japón y, sobre todo, la aparición del Partido Comunista Chino, hasta hacerle exclamar: "¡Pobre e infeliz China! ¡Cuánto os amamos vuestros últimos apóstoles! Estamos dispuestos a cualquier cosa para salvaros del abismo. Y si Dios quiere víctimas expiatorias para ello... ¡aquí estamos!".En él, como en el resto de los conocidos como Mártires de Kaifeng, se cumplió ese vaticinio. Y con él de forma particularmente cruel. Fue secuestrado por un grupo guerrillero, y el 2 de febrero de 1942 él y un joven catequista fueron arrojados a una fosa, vivos.Mientras Huang lloraba desconsoladamente y el padre Osnaghi rezaba y dedicaba a su madre sus últimas palabras, los asesinos fueron arrojando tierra sobre los dos hombres, hasta cubrirlos lentamente para dejarlos luego morir durante un tiempo inacabable y lleno de aprensión.Los frutos de la sangre derramada por los mártires de Kaifeng han mantenido viva la Iglesia en China, a pesar de adversidades sin cuento, hasta convertirla en una realidad inmanipulable por el régimen comunista, e importantísima en el país a pesar de tratarse de una minoría duramente perseguida.
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