MADRID, (ZENIT.org).- No hace mucho asistía a la celebración de las Bodas de oro sacerdotales de un presbítero ejemplar, que durante estos cincuenta años de ministerio ha prestado grandes servicios a su diócesis, a la región eclesiástica y a la Santa Sede en diversas encomiendas. Siendo mucho el trabajo pastoral realizado, mayor es su testimonio de entereza y confianza en Dios cuando en estos últimos veinte años se encuentra disminuido por una ceguera casi total. Esta cruz no le ha reducido su ilusión sacerdotal, las ganas de seguir trabajando por la salvación de las almas y sobre todo su gran pasión por la Iglesia. Cuando se le pregunta de dónde saca su permanente alegría repite una y otra vez: “¡Sólo en Dios! ¡Únicamente por la oración!” Esta es una simple muestra de los innumerables testimonios de sacerdotes íntegros que jalonan la larga marcha de la historia de la Iglesia.
Sin embargo, los tiempos que corren no son favorables al reconocimiento social de todo el bien que hace un sacerdote católico. Lo que ahora se estila es estigmatizarlo con el último tópico del pensamiento secularista dominante. Es presentado, en muchos de los “altavoces” de la cultura mediática, como algo anacrónico y próximo a un parásito social. En cambio, la realidad de los hechos es muy distinta. ¡Sigue habiendo muy buenos curas! Entregados las veinticuatro horas del día a su ministerio, que viven austeramente, que son fieles hasta la muerte en sus promesas sacerdotales, que se multiplican en la caridad hacia los más pobres. ¿Cuántas personas públicas les deben a la Iglesia, y en concreto al cura de su pueblo, la educación y formación que poseen? Muchas de las instituciones docentes, sanitarias y samaritanas de las que en la actualidad goza la sociedad son frutos de la creatividad y la audacia de numerosos pastores. Pero como dice el refrán popular: “¡no hay peores ciegos que aquellos que no quieren ver!”. Además, no hay que olvidar lo que Jesús dijo a sus discípulos: “si el mundo os odia, recordad que primero me odió a mí” (Jn 15,18).
Es verdad, que “este tesoro se lleva en vasija de barro” (2Cor 4,7) y que en cualquier momento se puede romper como consecuencia de la fragilidad de la condición humana. Sin embargo, quiso Dios encarnarse en esta “arcilla”, para que se manifieste que la grandeza y la dignidad sacerdotal no viene de los hombres sino que es un don del Señor para la Iglesia y el mundo. Esto es lo que vamos a celebrar el próximo día 29 de junio, cuando toda la Iglesia Universal nos unamos en comunión de fe y oraciones con Benedicto XVI en su sesenta aniversario de la Ordenación Sacerdotal.
Incontables son las iniciativas espirituales, pastorales y litúrgicas que ha suscitado esta efeméride en todo el orbe católico. Pero lo más importante es que, con la ayuda divina, todas ellas vayan encaminadas a suscitar que el pueblo de Dios valore mucho mejor a sus sacerdotes y no caiga en la tentación de desestimar su misión. Que los mismos presbíteros vivan de la centralidad espiritual de su triple munus (oficio), ardan en celo apostólico y brillen por su coherencia de vida. Que los jóvenes católicos no tengan miedos, superen los prejuicios del mundo, y sean generosos para elegir el camino del sacerdocio. ¡En fin, que todos sepamos dar gracias a Dios porque en estos tiempos convulsos, el Señor ha regalado a su Iglesia, un Sucesor de Pedro que es modelo de sacerdote “bueno, sabio y santo”!
*Monseñor Juan del Río Martín es el arzobispo castrense de España
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