
¡Oh Virgen santísima! ¡Con qué ojos mirabas al que así te miró! ¡Qué gracias le dabas! ¡Qué cantares le cantabas! ¡Con qué amor le respondías! ¡Qué palabras le decías! ¡Qué luces, qué resplandores, que latidos, qué sentimientos y afectos, qué ternuras y dulzuras ocupaban vuestra benditísima alma y la tenían absorta, enajenada y trasportada en aquel Señor nuestro e Hijo vuestro, y a Ti te había levantado sobre todos los coros y jerarquías de los ángeles y sobre todo lo creado! Pues, ¡oh Reina del cielo y de la tierra! ¡oh Señora mía y esperanza mía! yo te doy la enhorabuena de vuestro glorioso parto, y de esta vuestra dignidad, y me gozo entrañablemente de vuestro gozo; y humildemente te suplico Tu que diste a luz a vuestro precioso Hijo para mí, no pierda yo por mi culpa lo que él me ganó por su gracia. 
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"San Miguel Arcángel,
defiéndenos en la batalla.
Sé nuestro amparo
contra la perversidad y asechanzas
del demonio.
Reprímale Dios, pedimos suplicantes,
y tú Príncipe de la Milicia Celestial,
arroja al infierno con el divino poder
a Satanás y a los otros espíritus malignos
que andan dispersos por el mundo
para la perdición de las almas.
Amén."
"La vocación del cristiano es la santidad, en todo momento de la vida. En la primavera de la juventud, en la plenitud del verano de la edad madura, y después también en el otoño y en el invierno de la vejez, y por último, en la hora de la muerte." (Juan Pablo II

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