21.11.10

Sacerdote: hombre de Dios


Cita de: E. J. M. Poppe, a los sacerdotes, prólogo de Marcial Lekeux, O. F. M. Traducción de Marta P. de Bonadona. Ediciones Pax et Bonum. Buenos Aires.
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Oh Señor, quiero ser un sacerdote bueno y santo... Si no mi celo y mis trabajos servirán de poco, sino mis ovejas se me escaparán y gran número de ellas se perderá. Un santo hace más con una palabra que un sacerdote normal con toda una serie de sermones. Las palabras de un santo sacerdote impresionan, mueven, traspasan las almas y las restablecen de un modo asombroso. Nacidas de la gracia, de la oración y de la penitencia están llenas de la fuerza de Dios. Podrá quiza un sabio imitarlas hábilmente , ¡pero sólo por boca de un santo predica Dios!. 

Haz, Señor, que no me deje asustar por los obstáculos y peligros que nos esperan en el camino... Sé bien que tu gracia no se detiene ante nada, que nunca con tal de que le presentemos nuestro concurso, sé que las dificultades y los obstáculos, bajo la acción maravillosa de la gracia, se transforman a veces en auxiliares cooperando asombrosamente al bien. 

Pues ¿qué debo temer? La gracia está conmigo, ¿A qué puedo llamar obstáculo? ¿ La tribulación? ¿La Angustia? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La persecución? ¿La espada? Pero venceré todas esta dificultades gracia a ti que me amas... Estoy seguro de que ninguna criatura del mundo podrá alejarme del camino de la santidad. 

Contenido:

1.- Comentario del Levítico.
2.- El Sacerdocio.
3.- La Pureza.
4.- La Santidad.
5.- La Ley Sacerdotal.
6.- Comentario al Antiguo Testamento. Libro del Éxodo : Escuela Sacerdotal.

Comentario del Libro del Levítico 

No es fácil acercar textos antiguos y de culturas distantes a la vida y exigencias religiosas del hombre moderno. Pero meditemos, “porque lo escrito, escrito está”. Y a la luz que Dios da a cada uno reflexionemos. 

El sacerdocio 

La pureza y santidad de Dios exige que, cuanto más tiene el hombre que acercarse a él, más especialmente esté consagrado y consiguientemente apartado de todo lo que sea profano o impuro. La proximidad de Dios no es peligrosa para la persona que se le acerca en estado de pureza, en el momento prescrito, y de la forma debida. En cambio, cuando se vulneran las normas, la santidad de Dios destruye a quien las ha violado. De ahí las especiales prescripciones de pureza y los exhaustivos sacrificios expiatorios que se prescriben para la ordenación sacerdotal y para el momento en que el sacerdote tiene que entrar en el lugar santísimo (Lv 16). 

Habríamos deseado que se hiciera mención más expresa de la santidad moral del sacerdote, que sin duda se supone, ya que en Israel se sabía que sólo el hombre de conducta intachable puede morar en la tienda del Señor (Sal 15; 24,3-6). 

La pureza 

Entre las instituciones israelitas que más nos cuesta entender están la leyes de pureza (Lv 1 1-15); pero hemos de esforzarnos por comprenderlas Para ellos, ser una persona impura significaba que no estaba en condiciones de participar en el culto. El Dios santo, puro, hermoso, fuente de salud y de vida, es intolerante con todo lo sucio, nocivo, y muerto. Su morada está en medio de Israel; los israelitas contaminados de impureza contaminarían esa morada al acercarse a ella para el culto. Las causas de impureza no eran consideradas como un pecado propiamente dicho. Pero el israelita que procuraba mantenerse puro daba testimonio de que su Dios era un Dios todo vida, santidad y hermosura. 

La santidad 

Si en las leyes de pureza echamos de menos un concepto menos ritual y más interior de la pureza exigida por Dios, la ley de santidad satisface plenamente nuestros deseos. El Señor, Dios de Israel desde el éxodo, es absolutamente santo, es decir, perfecto. El Dios santo santifica a Israel; lo ha apartado para que le pertenezca, viviendo de acuerdo con la santidad de Dios por el cumplimiento de sus mandamientos. Los israelitas con sus pecados y los sacerdotes con sus faltas rituales profanan el santuario y las cosas santas, pero ante todo profanan el santo nombre del Señor, se profanan a sí mismos y profanan la tierra santa. 

Especial gravedad revisten los pecados contra el prójimo, sobre todo contra el más desamparado, el forastero y el siervo israelita; quien trata a estas personas injusta o despiadadamente deberá vérselas con Dios, defensor nato del débil. Todo buen israelita debe recordar que el Señor salvó a Israel cuando era forastero y esclavo en Egipto, y le dio la libertad y la tierra de Canaán. 

Es el libro del Levítico, en su ley de santidad, el que concentra todos los deberes para con Dios en una frase lapidaria: Seréis santos, porque yo. el Señor, vuestro Dios, soy santo. Y todos los deberes para con el prójimo en otra no menos contundente: Amarás a tu prójimo (incluyendo al forastero) como a ti mismo (Lv 19,18.33-34). Era por entonces impensable una equiparación jurídica total entre forasteros y nativos, que eran los únicos con propiedad territorial. Pero las leyes sociales tendían a remediar la situación. El beneficiario de esas leyes era el hermano; pero, según el Levítico, el inmigrante es también un hermano. 

La ley abarcaba todos los aspectos de la vida del israelita. El que vivía según su letra y su espíritu procuraba estar siempre disponible para el trato cercano con su Dios, por el cumplimiento exacto de todos sus preceptos. Al mismo tiempo debía rechazar toda práctica idolátrica y observar los preceptos culturales, que no eran muchos. Su moral sexual era severa, y aborrecía las prácticas horribles que se contaban de los cananeos. Era justo, honrado, respetuoso con el prójimo, amante de sus hermanos. La compasión hacia el necesitado ponía freno a su afán de lucro. La tierra que labraba tenía una función social: era de Dios y de todo el pueblo antes que suya. Se sentía solidario de todo Israel, pero -ese era su gran defecto- tenía poca estimación del extranjero. Todavía no había respondido Jesús a la pregunta: ¿Y quién es mi prójimo? (Le 10.29-37). 

LA LEY DE SANTIDAD 

Como ya se dice en la introducción general la ley de santidad tuvo dos redactores, muy similares en su concepción y estilo, pero con algunos matices diferentes.
 
Para el primer redactor, cuando un pecado afecta directamente a Dios o a una cosa o persona consagrada a él, profana algo santo. Ante todo es santo (=perfecto) el mismo Señor. El Dios santo santifica a Israel; lo ha apartado para que sea suyo. Pertenecer a él supone vivir de acuerdo con su santidad por el cumplimiento de sus mandamientos. Se recuerda el éxodo porque desde entonces el Señor es Dios de Israel. 

Dios santifica especialmente a los sacerdotes; cuando ellos cumplen lo preceptuado Dios es santificado en medio de los hijos de Israel. Los israelitas deben mirar por la santidad de sus sacerdotes. 

El Señor santifica también el santuario. Los pecados de los israelitas y las faltas rituales de los sacerdotes profanan el santuario y las cosas santas, pero ante todo profanan el santo nombre del Señor, se profanan a sí mismos y profanan la tierra santa. 

Para que nadie peque contra el prójimo, sobre todo el más desamparado se advierte: Temerás a tu Dios, defensor nato del débil. Dios destruye cuanto de impuro se le acerca, y venga la sangre del pobre oprimido. Por eso se insiste en los castigos. Pero éstos no afectan a toda la comunidad, sino sólo al individuo que ha pecado. Todo eso se quiere recordar cuando se repite frecuentemente: Yo soy el Señor. 

Para el segundo redactor, los israelitas no manchan el santuario o el nombre del Señor: Se manchan a sí mismos. No se queda atrás en la defensa de los débiles, sobre todo de los forasteros y de los siervos israelitas. Apela, más que al temor de Dios, al recuerdo de la historia de la salvación: el Señor salvó a Israel, forastero y esclavo en Egipto, y le dio la libertad y la tierra de Canaán. Si al primer redactor se debe el Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lv 19,18), éste segundo extendió el precepto al forastero (Lv 19,33-34). 

En la ley de santidad, las obligaciones afectan por igual a los forasteros y a los nativos. Era impensable por entonces una equiparación total en los derechos: la propiedad territorial era patrimonio del Señor, que la cedía a los israelitas. 
Pero las leyes sociales tendían a remediar la situación. El beneficiario de esas leyes es el hermano, el prójimo; pero el inmigrante es también un hermano. 


Comentario al Antiguo Testamento del libro del Éxodo.

Escuela sacerdotal. El destierro de Babilonia marca la crisis definitiva: o su Dios es inferior a los de Babilonia o se ha desentendido de ellos. Sin embargo, en pocos y tan adversos años, se purificó y engrandeció el bagaje religioso y cultural de Israel. Sobre una tradición multisecular, los sacerdotes redactan su peculiar visión de la historia israelita durante el destierro o en los años sucesivos al retorno. Se relaciona esta labor redaccional con la reforma de Esdras (véase Neh 8) y es la más fácil de identificar por sus ideas y formas literarias: repeticiones, precisiones numéricas, genealogías, listas; y en cuanto a temas: santuario (véase Ex 25-3 1: 35-40), sacrificios (véase Lv 1-7) y el clero (véase Lv 8-10). Su trabajo es sustancial en Génesis, Éxodo y Números (Levítico es todo suyo), dando al Pentateuco su estructura actual. 

El redactor sacerdotal explica el plan divino fuera de los esquemas tradicionales, anulados por la historia, y pretende rellenar el hueco dejado por las instituciones; en una palabra, responder al silencio de Dios”. Demuestra que tras la desgracia está el mismo Señor que hizo salir a Abrahán de Ur de los Caldeos (donde ellos sufren el destierro) y a Moisés de Egipto donde sus antepasados sufrieron la opresión. En ellos, los que sufren el exilio, descendientes de uno y otros, se harán realidad las promesas de un Dios único y fiel a su palabra, tan poderosa que creó el mundo e hizo al hombre a su imagen y semejanza (véase Gn 1,1-2,4a). Dios es inaccesible y santo, y transfiere su santidad, para bien o para mal, a quien se le acerca. Actúa desde los comienzos y ‘sus alianzas” dividen a la historia en tres períodos: una con Noé y la humanidad (véase Gn 9), otra con Abrahán y sus descendientes (véase Gn 17) y la última con Moisés y el sacerdocio (véase Nm 16-17). Su tema vertebrador es la bendición: al comienzo (véase Qn 1,28), después del diluvio (véase Gn 8,17; 9,1), y en un nuevo comienzo, Abrahán y Sara (véase Qn 17,1-8). 

Su nacionalismo se explica por el contexto histórico: ve con pesimismo al mundo que le rodea y lo considera una tentación para el creyente, que debe tener conciencia de su singularidad y ser fiel a ella. Así convierte costumbres más o menos normales es señales distintivas de la fe y vehículos de salvación: el descanso sabático está justificado en la creación; la prohibición de comer sangre en la alianza con Noé, y la circuncisión en señal de la alianza con Abrahán. Estas alianzas exigen una santidad más litúrgica que moral. El único lugar de encuentro con Dios es el templo, donde habita su gloria y, mientras éste no sea reedificado, su función la tiene el sábado, día para la relación íntima con el Señor. Esperan volver a ser el pueblo que un día fueron, en una tierra renovada, con un santuario reconstruido y una liturgia digna del Dios a quien adoran (véase Ex 25-31; 35-40; Ez 40-48; Is 56-66). Por supuesto, su ideal es una sociedad teocrática: los sacerdotes son los únicos que pueden dirigir y orientar a esta comunidad.

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