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Cuando reflexionamos sobre la intimidad entre el Señor y su profeta,
su sacerdote –una intimidad que brota como resultado de la llamada con
la cual Él tomó la iniciativa–, podemos comprender mejor
ciertas características del sacerdocio y dar cuenta de su paralelismo
con la misión de la Iglesia de hoy igual que con la del pasado.
a. El sacerdocio es para siempre –tu es sacerdos inaeternum–. No
volvemos a tomar un don una vez que lo hemos entregado. No es posible que Dios,
que ha dado el impulso para decir sí, quiera ahora escuchar un no.
b. No debe sorprender tampoco al mundo que la llamada de Dios mediante la Iglesia
siga proponiéndonos un ministerio célibe de amor y de servicio,
sobre el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo. El amor de Dios nos ha
tocado en lo más profundo de nuestro ser. Y después de siglos
de experiencia, la Iglesia sabe cuan profundamente conviene que los sacerdotes
puedan dar esta respuesta concreta en sus vidas para experimentar la totalidad
del sí que dieron al Señor cuando Él los llamó por
su nombre para su propio servicio.
c. El hecho de que una llamada personal e individual al sacerdocio sea concedida
por el Señor a «hombres elegidos de antemano por Él»,
es acorde con la tradición profética. Esto debería ayudamos
a comprender que la decisión tradicional de la Iglesia de llamar al sacerdocio
de los hombres y no a las mujeres, no significa una declaración de derechos
humanos ni la exclusión de las mujeres de la santidad y de la misión
de la Iglesia. Esta decisión expresa más bien el convencimiento
de la Iglesia con respecto a esta dimensión particular del sacerdocio,
mediante la cual Dios ha elegido apacentar a su grey11.
No podemos atacar la constitución jerárquica de la Iglesia para
reclamar en pro de la conciencia humilde y amorosa del servicio de los pastores,
ni del deseo de hacer surgir en los fieles laicos a la plena conciencia de su
responsabilidad y dignidad. No podemos hacer crecer la comunión y la
unidad de la Iglesia ni «clericalizando» a los fieles ni
tampoco «laicizando» a los presbíteros.
En consecuencia, no podemos tampoco ofrecer a los fieles laicos experiencias
e instrumentos de participación en el ministerio pastoral de los presbíteros,
que, en cierto modo y en cierta medida, signifiquen una incomprensión
teórica o práctica de la irreductible diversidad querida por el
mismo Cristo y por el Espíritu Santo para bien de la Iglesia; diversidad
de vocaciones y de estados de vida, diversidad de ministerios, de carismas y
de responsabilidades.
No existe ningún derecho «original o prioritario»
de participar en la vida y en la misión de la Iglesia, que pueda anular
semejante diversidad, porque todo derecho nace del deber de acoger a la Iglesia
como un don que Dios mismo tiene concebido de antemano.
Es preciso reconocer que el lenguaje se hace indefinido, confuso, y por lo tanto
resulta poco útil para expresar la doctrina de la fe, siempre que se
confunde la diferencia «esencial y no sólo de grado»
que hay entre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ordenado (cfr. LG 10).
Paralelamente, si no distinguimos con clara evidencia, incluso en la praxis
pastoral, el sacerdocio bautismal del sacerdocio jerárquico, corremos
también el riesgo de desvalorizar el «proprium» teológico
de los laicos y de olvidar la «relación ontológica específica
que une al sacerdote con Cristo, sumo Sacerdote y buen Pastor» (Exhortación
Apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis, 11).
Los presbíteros lo son en la Iglesia y para la Iglesia, una representación
sacramental de Jesucristo, cabeza y pastor (PDV 15). Por tanto solamente puede
ser pastor aquél que es al mismo tiempo cabeza; él, el presbítero,
actúa de hecho «in persona Christi». La «forma
del pastor» es una e indivisible y nunca puede ser sustituida por
los otros componentes del rebaño; los servicios y los ministerios prestados
por los fieles laicos, por tanto, no son nunca propiamente pastorales, ni siquiera
cuando suplen ciertas acciones y ciertas preocupaciones del pastor (cfr. Directorio
para el ministerio y la vida).
Precisar y purificar el lenguaje es una urgencia pastoral porque, detrás
de él, pueden anidar insidias mucho más peligrosas de lo que podemos
pensar. Lo que va del lenguaje corriente a la conceptualización, es un
paso muy pequeño.
Sobre todo, no se debe olvidar nunca que los problemas planteados por la escasez
numérica de ministros ordenados, únicamente pueden ser aliviados
secundaria y temporalmente por una cierta suplencia de los fieles laicos. Ante
la falta de pastores sagrados solamente podemos ayudar «rogando al
dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,38),
dando la primacía a Dios y velando la identidad y la santidad de los
sacerdotes que están entre nosotros. Esto es, sencillamente, la lógica
de la fe. Cada comunidad cristiana que vive su orientación total a Cristo
y se mantiene disponible a su gracia, sabrá obtener de Él mismo
las vocaciones que puedan representarloo como pastor de su pueblo.
Allí donde estas vocaciones escasean, el problema esencial no es el de
buscar alternativas –y no quiera Dios que algunos las busquen confundiendo
su sabio designio–, sino hacer converger todas las energías del
pueblo cristiano para hacer posible nuevamente en las familias, en las parroquias,
en las escuelas católicas, en las comunidades, la escucha de la voz de
Cristo que nunca deja de llamar12.
Juan Pablo II
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